¡También es su país, Señor Presidente!
En su importante discurso de política exterior en Praga comprometiendo a Estados Unidos con un mundo sin armas nucleares, el Presidente Obama se detenía brevemente en el lanzamiento balístico de Corea del Norte que tenía lugar apenas horas antes y proclamaba grandilocuentemente:
“Las normas han de ser vinculantes. Las violaciones deben ser castigadas. Las palabras deben significar algo. El mundo debe cerrar filas para evitar la proliferación de este tipo de armamento. Ahora es el momento de una reacción internacional contundente”.
Un llamamiento presidencial a las armas más fatuo es difícil de concebir. ¿Cuál es la "reacción internacional contundente" que consolidó Obama frente al desafío descarado por parte de Corea del Norte al Capítulo 7 — “vinculante”, como es — de la resolución de Naciones Unidas que prohíbe un lanzamiento así?
La sesión de emergencia de rigor convocada por el Consejo de Seguridad quedó en agua de borrajas. No hay sanciones. No hay ninguna resolución. Ni siquiera hay una declaración. China y Rusia profesaron no encontrar ninguna violación en absoluto. No iban a tolerar ni siquiera una declaración de Naciones Unidas que se atreviera a expresar “preocupación”, por no hablar de condena.
Habiendo arengado así de valientemente a la comunidad internacional y convocado una reunión de Naciones Unidas — una ficción y una farsa, respectivamente — ¿cuál fue la respuesta de Obama más allá de eso? Al mismo día siguiente, su secretario de defensa anunciaba drásticos recortes en la defensa balística, incluyendo la interrupción hasta nueva orden de más despliegues de los interceptadores destacados en Alaska diseñados para derribar precisamente los misiles intercontinentales norcoreanos. Así es el “realismo” que prometió Obama para restaurar la política exterior de los Estados Unidos.
Ciertamente tiene una visión. En lugar de confiar en que la superioridad tecnológica única de los Estados Unidos en defensa balística ofrezca una cierta seguridad nuclear, Obama desplegará audazmente la fuerza del ejemplo. ¿Cómo? Comprometiendo a su país a realizar gestos de desarme — como, prometía a sus entusiasmados acólitos reunidos en Praga, ratificar el Tratado de Prohibición Integral de Pruebas Nucleares.
En serio, eso es todo. ¿Cómo hace exactamente la ratificación estadounidense de ese tratado — que en cualquier caso Estados Unidos lleva 17 años cumpliendo de forma voluntaria — que Corea del Norte ceje y desista de su empeño, y que Irán transforme bombas en arados?
El otro gran motivo de entusiasmo de Obama es la renovación de las conversaciones de desarme con Rusia. Qué alivio. De todas las pantomimas inútiles. Reduzca a la mitad nuestros arsenales y ambos países seguirán pudiendo, en la inmortal formulación de Churchill, “hacer que la pelota rebote”.
No tiene nada de malo participar en conversaciones sobre bombas nucleares redundantes porque no hay en juego ninguna repercusión inmediata. Pero Obama no parece ni tan siquiera entender que estas conversaciones suponen un regalo a los rusos, para los que el retorno a las anacrónicas conversaciones del Tratado Estratégico de Reducción de Armas Nucleares de la era Reagan es el retorno a la gloria de la participación soviético-estadounidense en conversaciones como potencias iguales.
No estoy en contra de hacer regalos en las relaciones internacionales. Pero sería agradable ver cierta reciprocidad. Obama pasó por toda Europa de ánimo generoso. Mientras Gordon Brown intentaba hacer funcionar sus DVD estadounidenses y la reina bailaba mientras escuchaba su nuevo iPod, el resto de Europa disfrutaba de un regalo más exagerado.
Nuestro presidente llegó portando una cesta de mea culpas. Con diversos grados de franqueza o parcialidad, Obama condenaba a su propio pueblo por arrogancia, por despreciativo y ridículo, por genocidio, por torturas, por Hiroshima, por Guantánamo y por mostrar un respeto insuficiente al mundo musulmán.
¿Y qué es lo que consiguió de su obsesiva denigración de su propio país? Él quería más efectivos de combate de la OTAN en Afganistán con los que equiparar los niveles de 17.000 estadounidenses del incremento. Fue groseramente rechazado.
Quería más gasto en el estímulo económico por parte de Europa. No sacó nada.
De Rusia, no recibió ninguna ayuda en el tema de Irán. De China, recibió el bloqueo a cualquier medida contra Corea del Norte.
¿Y qué sacó por Guantánamo? Francia, con una población de 64 millones de habitantes, aceptará un preso. ¡Uno! (Tristemente, va a tener que dejar atrás a su compañero.) Los austriacos dicen que no aceptan ninguno. Como explicaba haciendo uso de una lógica germana intachable la Ministro del Interior Maria Fekter, si no son peligrosos, ¿por qué no dejarlos en América simplemente?
Cuando Austria se burla de ti, es que estás teniendo una mala semana. ¿Pero quién puede culpar a Frau Fekter, en vista del desprecio que manifestaba Obama hacia su propio país estando en suelo extranjero, actuando como el juez Platónico que se dedica a revolotear por el conflicto interponiéndose entre su apóstata patria y un mundo por lo demás cálido y receptivo?
Después de todo, no fue ningún líder antiamericano envidioso sino Obama el que observó con satisfacción que un nuevo orden financiero está siendo creado hoy por 20 países, en lugar de "sólo Roosevelt y Churchill sentados en una estancia con una botella de brandy”. Y a continuación añadía: "Pero no es ese el mundo en que vivimos, y no debería ser el mundo en que vivamos”.
Se hace raro que un líder mundial celebre la caída de su propio país. Unas cuantas visitas a Europa más, y Obama tendrá mucha más decadencia que celebrar.
© 2009, Washington Post Writers Group
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