Llegó, vio y encandiló, pero apenas convenció. Ahora sin los focos de las cumbres, se puede decir: Barack Obama prefirió la foto de una familia sonriente y aparentemente unida a sacar adelante sus ideas. En el G-20 reculó ante la oposición de Merkel; en la OTAN apenas obtuvo una contribución simbólica de los aliados para Afganistán; defiende la entrada de Turquía en la UE en un proceso que no controla y que muchos en la Unión no quieren.
Al mismo tiempo, su política de gestos de buena voluntad no parece estar dándole muy buenos resultados: Corea del Norte reactiva su programa nuclear; Irán anuncia haber culminado el ciclo de enriquecimiento de uranio; Pakistán cede el control de parte del país a los talibanes; Cuba cierra Internet y endurece su régimen; los piratas somalíes se envalentonan y secuestran más barcos…
Obama ha aprendido rápido que debe dar confianza a los mercados y a los consumidores y ha cambiado el tono de su discurso económico, de lo sombrío al templado optimismo. Pero ese paso aún no lo ha dado en política exterior. De hecho, todavía no ha formulado nada que se pueda parecer a una «doctrina Obama». Va de aquí para allá sembrando sonrisas, estrechando manos, anunciando medidas parciales, pero poco más. El mundo todavía no sabe quién es el presidente Obama. Y los cien días de gracia acaban la semana que viene.
Ha ido a México sin que se sepa mucho de su agenda, más allá de la creciente preocupación de EE.UU. por la seguridad de la frontera; y asiste a la Cumbre de las Américas con su negativa a ampliar los acuerdos de libre comercio con su país como su máxima bandera. Con todo, seguro que logra una bonita foto.
Desgraciadamente, aunque a la política le basten los gestos, al mundo real no le son suficientes. Sin una clara dirección desde América, sólo nos aguarda el caos.