Una y otra vez se ha hablado de la necesidad de efectuar reformas estructurales en nuestra economía. Por el contrario, resulta incluso extravagante creer que, por el aparentemente cómodo procedimiento de aumentar el gasto público, todo se puede resolver. El castigo se experimentará en forma de diferenciales -de «spreads»- concretamente con el bono alemán, lo que significa lisa y llanamente, un aumento de los tipos de interés y, automáticamente, un freno a la salida de la actual y severa crisis.
De modo muy serio, y con el respaldo del que es, evidentemente uno de nuestros mejores gabinetes de economía aplicada, comparable a cualquiera de los más famosos del mundo, el Servicio de Estudios del Banco de España, el gobernador de esta institución, Fernández Ordóñez, ya nos ha señalado tres ineludibles reformas estructurales que se precisan de inmediato: la del mercado del trabajo, la de la educación y, el 15 de abril de 2009, con su «comparecencia ante la comisión no permanente de seguimiento y evaluación de los acuerdos del Pacto de Toledo», la del Estado de Bienestar español. Adelanto que me ha llamado la atención que ante estas propuestas se hayan levantado polvaredas de protestas, pero ni una sola crítica científica mínimamente seria se ha escuchado.
Los economistas ya habían señalado hace algún tiempo que era preciso reformar seriamente el mundo de las pensiones. Fue el profesor Barea quien, al frente de un equipo, preparó para la Fundación BBV en 1996 un informe «Pensiones y prestaciones por desempleo», de 269 páginas, del que se hicieron cuatro reimpresiones muy bien documentadas sobre el riesgo que se corría si no percibíamos que conducían a una crisis del sistema, datos demográficos, de evolución del PIB y de marcha del niveles de salarios, aparte de todo lo que se derivaba del propio mecanismo financiador del sistema de reparto en cuanto provoca, en los costes de producción, repercusiones que disminuyen la competitividad.
Luego vino lo que casi se puede calificar de alud de estudios sobre esta cuestión. Además se comprobó cómo el conjunto del Estado de Bienestar tiene enlaces tales que no se puede desatender a una parte sin comprometer otra.
¿Necesitamos acudir, por ejemplo, a Gary S. Becker o a Phelps -dos premios Nobel para señalar cómo la ayuda menor o mayor a la familia, que es uno de los cuatro aspectos esenciales de ese Estado de Bienestar, repercute en la natalidad? Fernández Ordóñez, frente a la tentación inmovilista en relación con las pensiones, en esa comparecencia nos ha mostrado nada menos que siete modelos de cambio que se han implantado en el actual contorno internacional.
Alemania ha retrasado la edad de jubilación; Francia, Austria, Finlandia, Polonia, Portugal y Grecia han ampliado «significativamente el número de años de cotización para el cálculo de la base reguladora»; algunos países han «procedido a reducir la tasa de sustitución de las pensiones»; cerca de la mitad de los países de la OCDE han ligado «la pensión recibida a la esperanza de vida»; en «muchos países han dejado de tomar como referencia los crecimientos salariales… y se podía considerar que las compensaciones (fueron) la desviación de la inflación prevista sobre la observada», en una línea adoptada para los incrementos complementarios salariales en el Pacto de La Moncloa; finalmente, como sucede «en Suecia y en otros países de Europa central y del este… el modelo sigue siendo de reparto, pero se constituye una cuenta virtual para cada individuo donde se recogen las aportaciones individuales de cada cotizante y los rendimientos ficticios, que estas aportaciones generan a lo largo de la vida laboral».
Y esto, además de señalar la conveniencia, para mejorar la competitividad y el empleo, de que «las cotizaciones sociales dejen de cubrir la parte de los complementos a mínimos que actualmente financian, así como destinar todo el excedente de la S. Social (y no solamente una parte como hasta ahora) al Fondo de Reserva».
El camino está por ahí. Sin estudiar la cuestión, sin dar ningún argumento científico sólido, se ha pontificado por políticos, por dirigentes sindicales y por sus epígonos contra este magnífico documento. Una vez más hay que estar de acuerdo con Ortega y Gasset («La rebelión de las masas», capítulo VIII), con que los pertenecientes a este último grupo «al creerse con derecho a tener una opinión sobre el asunto sin previo esfuerzo para forjársela, manifiestan su ejemplar pertenencia al modo absurdo de ser hombre que he llamado «masa rebelde»».