Palabras mágicas en política
Libertad Digital, Madrid
China es el mayor poseedor de deuda pública estadounidense. Pero en lugar de aumentar sus posiciones ante su creciente emisión, el país oriental ha estado vendiendo parte de sus títulos en 2009.
Los chinos no son idiotas. Saben que todo este gasto desenfrenado –incluso cuando se le denomina "inversión"– significa que se avecina inflación. Eso a su vez significa que el dólar que entregan hoy tendrá un valor muy superior al dólar que recibirán cuando se amortice la deuda.
Los gobiernos de todo el mundo llevan siglos jugando a esto, es decir, a robar a aquellos que confiaron lo bastante en ellos como para adquirirles la deuda. Al igual que Bernard Madoff, denominan a su deuda "inversión".
La inflación también significa que toda la charlatanería sobre que la subida de los impuestos se limitará a los ricos resulta absurda. La inflación es un impuesto indirecto que resta valor al dinero que posee todo el mundo en todos los niveles de renta.
Abraham Lincoln preguntó en una ocasión a su audiencia cuántas patas tiene un perro si se puede contar el rabo como una pata. Todo el mundo respondió que cinco, pero Lincoln les replicó que la respuesta era cuatro: el hecho de que usted llame pata a un rabo no lo convierte en tal. Es una pena que Lincoln no siga vivo hoy. Nos vacunaría contra toda la palabrería servil.
Que llamemos a un plan de gasto público "paquete de estímulo" no significa que realmente vaya a estimular la economía. A juzgar por la forma en que las familias, los bancos y las empresas tratan de atesorar su dinero, "paquete sedante" sería más correcto.
Eso sí, esto no es un fenómeno nuevo característico de la Administración Obama. El paquete de estímulo de Bush tampoco estimuló. Lo mismo sucedió en tiempos de Franklin D. Roosevelt, quien gastó con poco éxito el dinero de los ciudadanos.
Algunos de nuestros errores políticos más importantes se derivan de aceptar palabras falaces como fieles descriptoras de la realidad. Ni las leyes de control de alquiler ni las de control de armas sirven para controlar nada.
Las ciudades con leyes de control de alquiler más estrictas son Nueva York y San Francisco. Y, casualmente, los alquileres más caros del país están en Nueva York y San Francisco.
Hay una explicación sencilla para eso. Los controles de alquileres paran en seco la nueva construcción residencial. Pero una vez que los políticos han ordeñado las rentas políticas del control de alquileres, tienen que evitar las consecuencias nefastas de que se detenga la construcción de viviendas. Y así, por ejemplo, eximen a los apartamentos de lujo cuya renta de alquiler se sitúa por encima de cierto nivel. Esto conduce a que los factores productivos se desvíen desde la construcción de vivienda barata a la de vivienda cara.
Aún más irrisorias resultan las leyes de control de armas. Las durísimas leyes del Distrito de Columbia no han servido en absoluto para reducir los elevados índices de homicidios en Washington. Nueva York ha tenido leyes muy severas en este sentido décadas antes de que las aprobara Londres. Y, sin embargo, la tasa de homicidios en Nueva York sigue siendo un múltiplo de la de Londres desde hace varios siglos. Es decir, no parece que tenga relación alguna con la ciudad que tenga las leyes más estrictas.
En 1954, cuando no había ninguna limitación a la tenencia de armas en Inglaterra y su densidad entre la población era la mayor en las últimas décadas, sólo se produjeron doce casos de robo con armas de fuego en Londres.
Hacia los años 90, después de aprobarse los controles, se registraron 1.000 robos a punta de pistola en Londres. A finales de los 90, con una prohibición casi total de las armas, los crímenes seguían aumentando otro 10%.
El motivo resulta demasiado obvio como para que lo acepte la elite intelectual izquierdista. La gente respetuosa con la ley se queda indefensa frente a los delincuentes que violan la ley y siguen conservando sus armas.
Lo mismo se aplica a nivel internacional. Tengamos esto presente cuando Obama hable de prohibir las armas nucleares. Si algún día logra su objetivo, las naciones lo suficientemente ingenuas para quedarse sin sus arsenales quedarán a merced de los Estados criminales.
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