A las puertas del
Museo de las Noticias en Washington se exponen todos los días las portadas de los principales periódicos de todos los estados de la Unión. El miércoles pasado, sólo dos destacaban notoriamente la llegada de los cien primeros días de Obama; el resto se inclinaban por la gripe porcina o cuestiones marcadamente locales.
Tal vez por eso en su rueda de prensa, el presidente americano buscase desesperadamente reivindicarse a sí mismo: «Me ha sorprendido la cantidad de asuntos críticos con los que hay que lidiar simultáneamente». Cabría pensar que para sentarse en el Despacho Oval hay que saber estar a la altura de las circunstancias. ¿Lo está Obama?
Según los últimos sondeos de esta semana, sigue gozando de una popularidad envidiable. Aunque esos mismos sondeos muestran que una clara mayoría de norteamericanos no aprueban sus medidas económicas ni la deuda que conllevan. Tras comprometer 65.000 millones de dólares al día en cada uno de sus larguísimos cien primeros días, el PIB americano ha caído más de 6 puntos en el primer cuatrimestre de este año.
Cierto, ha denunciado a su antecesor por permitir interrogatorios con técnicas que para él son claramente tortura, abriendo un divisivo debate al que nunca antes habían sido llevados los americanos, de incalculables repercusiones internacionales y de confusión generalizada para los agentes antiterroristas. Hizo fuego de artificios con el cierre de Guantánamo, pero allí siguen todos sus presos sin viso alguno de que sepa cómo resolver el problema de fondo -qué hacer con enemigos combatientes no regulares- más allá de intentar traspasarlos a quien los acepte. Por no hablar de la expansión del gobierno, en una sociedad que lo considera un intruso.
¿Se le acabará pronto la gracia? Si los americanos están dispuestos a vivir de otra manera, que el gobierno rija sus más íntimos destinos, y ser una nación del montón, no. Que las generaciones futuras se lo perdonen, tampoco.