¿Tortura? Nunca. O más bien, casi nunca
La tortura es un mal inadmisible. Excepto bajo dos circunstancias. La primera es la situación del atentado inminente. La vida de un inocente está en juego. El malo al que se ha capturado posee información que podría salvar esta vida. Él se niega a revelarla. En tal caso, la elección es fácil. McCain, el detractor más admirable y respetable de la tortura, dice que en circunstancias así, "Hay que hacer lo que hay que hacer”. Y después asumir la responsabilidad.
Algunas personas, sin embargo, sostienen que no hay que torturar nunca. Nunca. Son comparables a los objetores de conciencia que nunca participarán en ninguna guerra bajo ninguna circunstancia, y a los que mostramos respeto correctamente eximiéndoles del servicio a filas. Pero nunca convertiríamos a uno de ellos en el comandante del Estado Mayor. Los principios personales están bien, pero no se confía a una persona así decisiones militares de las que pende la seguridad de la nación. De igual forma es imprudente que una persona que renuncia a la tortura bajo cualquier circunstancia tome decisiones de seguridad nacional de las que depende la protección de 300 millones de paisanos.
La segunda excepción a la norma de no torturar nunca es la obtención de información de un enemigo de elevado valor que posee información valiosa que es probable que salve vidas. Este caso carece de la claridad deslumbrante del escenario del atentado inminente. Sabemos menos en torno al alcance del dispositivo o la naturaleza del próximo ataque. Pero sí sabemos que el peligro es considerable. Sabemos que debemos actuar pero no tenemos idea de dónde ni cómo — y no podemos tenerla hasta tener la información. Inextricable.
Bajo esas circunstancias, hay que hacer lo que hay que hacer. Y eso incluye la asfixia simulada.
¿Funcionó? Las pruebas de las que se dispone son bastante convincentes. George Tenet decía que el programa "de interrogatorio avanzado" por sí solo obtuvo más información que nada procedente "del FBI, la Agencia Central de Inteligencia o la Agencia de Seguridad Nacional juntos”.
Michael Hayden, director de la CIA tras haberse interrumpido las torturas de asfixia simulada, escribe (junto al ex Fiscal General Michael Mukasey) que “a fecha de 2006 nada menos… la mitad entera de la información de la que disponía el gobierno en torno a la estructura y actividades de al-Qaeda procedía de tales interrogatorios”. Hasta Dennis Blair, el director de inteligencia nacional de Obama, condera que estos interrogatorios obtuvieron "información de elevado valor”. Vaya con la afirmación vaga y despreocupada de que la tortura no funciona nunca.
El predecesor de Blair, Mike McConnell, afirma "Hay gente por ahí que sigue viva en este país hoy gracias a que tuvo lugar este proceso”. Por supuesto, la moralidad de las torturas depende de si en aquel momento la información era lo bastante importante, el riesgo lo bastante considerable y nuestro desconocimiento de los planes del enemigo lo bastante severo para justificar una excepción a la norma moral contra la tortura.
A juzgar por Nancy Pelosi y los demás miembros del Congreso que en aquel entonces tenían total conocimiento, la respuesta parece ser afirmativa. En diciembre de 2007, tras una crónica publicada en el Washington Post en la que ella afirmaba tener conocimiento de estos procedimientos y no haber planteado objeciones, admitía que había sido "informada sobre las técnicas de interrogatorio que la administración estaba considerando utilizar en el futuro”.
Hoy Pelosi protesta "no se nos dijo — repito — no se nos dijo que la asfixia simulada ni cualquier otro método de interrogatorio avanzado se estuviera utilizando”. Ella se imagina que la distinción entre pasado y presente, Clintoniana en su análisis, es motivo de exoneración.
Muy al contrario. Es autoinculpatoria. Si a usted le informan de que ya han tenido lugar torturas, justificará el silencio basándose en que lo hecho, hecho está, y que simplemente está siendo utilizada como ejercicio post-facto para cubrir las espaldas de la CIA. El momento de protestar por la tortura, si de verdad está tan escandalizada como ahora simula estar, es el momento en que la CIA le informa de lo que está planeando hacer "en el futuro”.
Pero Pelosi no movió un dedo. Ni respiró. Ni un movimiento que cortara la financiación. Ninguna carta al presidente ni al director de la CIA ni a nadie más que dijera "no lo haga”.
Por el contrario, observa Porter Goss, presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara por entonces: los miembros informados de estas técnicas no sólo se abstuvieron de oponerse, "a nivel bipartidista, planteamos si la CIA necesitaba más apoyos del Congreso para llevar a cabo su misión contra al-Qaeda”.
Más apoyos, quién lo diría. Lo cual convierte el actual espectáculo de condena de cara a la galería no sólo en un acto cobarde sino carente de todo significado. Una cosa sería haber discrepado en el momento y haberlo manifestado. Es completamente despreciable, sin embargo, haberse callado entonces y ahora "despertarse un día despejado, soleado y seguro de abril de 2009" (las palabras son de Blair) para lanzarse a degüello contra aquellos que nos han protegido los angustiosos ocho últimos años.
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