Los bárbaros nuevos
Sabido es que la civilización clásica murió por los golpes de pueblos “bárbaros” que culminaron en el siglo V de nuestra era.
Iberoamérica, a su turno, parece hallarse ante un desafío paralelo, ya desde la segunda década del siglo XX.
Los bárbaros antiguos se impusieron a porrazos validos de su número y de su fuerza bruta. Los bárbaros nuevos, en cambio, proceden con mayor sutileza: se imponen merced a las múltiples herramientas del engaño, oral, escrito, radiado y televisado.
La revolución mexicana de 1910, por ejemplo, arrancó con un lema del todo legítimo “sufragio efectivo”. Pero muy pronto degeneró en la violencia asesina entre sus múltiples caudillos, los de Pancho Villa los más desastrosos.
Los militares argentinos en 1930 pusieron fin a la integridad republicana afianzada en la Constitución liberal de Alberdi y con ello al envidiable protagonismo mundial de su gente.
Pero fue el acceso al poder, pronto convertido en totalitario, del locuaz Fidel Castro en 1959 el que se erigió en el más paradigmático de los “bárbaros nuevos”.
Desde entonces se han multiplicado sus émulos, unos con éxito aún no consolidado, tal Hugo Chávez en Venezuela, otros truncados definitivamente en sus ambiciones, tales los del PRI en México o, de una catadura mucho más ominosa, cual el del Abimael Guzmán en Perú.
El rasgo principal de los bárbaros de entonces y de hoy es su efectiva destrucción de las instituciones clave de la civilización. Dos de ellas son, en especial, de resaltar: en el ámbito del derecho privado la de la propiedad; y en el del derecho público, la estructura republicana de “pesos y contrapesos”.
Algunos periodistas iberoamericanos se han dado recientemente a la tarea de recopilar las mentiras más populares entre los bárbaros nuevos, con las que también barbarizan al resto de nosotros. Por ejemplo, esa de que los ricos se hacen ricos a través del empobrecimiento de los pobres. O como creyó identificar Carlos Marx como la “ley” fundamental en la evolución dialéctica del capitalismo: que los ricos sean cada vez menos en número, pero más ricos en capital, mientras los pobres se hacen más numerosos y miserables.
Aunque parezca un enigma, es un hecho que tales infundios han vuelto a estar de moda entre muchos de nuestros analfabetas funcionales.
Como esa pretensión absurda de que algo nos puede resultar dado de “gratis” (a menos, claro está, que se trate de Dios, lo más disparejo con cualquiera de nuestros gobernantes).
O esa alucinación de que un puñado de burócratas puedan dirigir centralmente el mercado con más eficiencia y justicia que los agentes libres que en él se involucran.
O el delirio de que todos habríamos de lograr lo mismo, pues somos “iguales”, como si no se hubiese constatado infinitas veces que ese empeño en igualarnos (siempre hacia abajo, nunca hacia arriba…) termina porque los de más malicia y menos escrúpulos al final se hayan colocado ventajosamente por ser “más iguales que los demás” (Stalin, Fidel, Mao, Pol Pot, y sus respectivas recuas de verdugos).
“Ese opio populista” con que aturden los bárbaros nuevos a nuestra civilización no es, por supuesto, de su sola responsabilidad. Como bien se dijo en otro contexto, lo único que se necesita para que los malos procedan es que los buenos no hagan nada. Y, ya sabemos, que abundan entre nosotros los “buenos” indolentes para pensar y torpes para decidir…
Pero la obligación moral a pensar y actuar persiste, en el individuo, no en un colectivo. Ahí podríamos fijar la línea divisoria entre “socialdemócratas” y demócratas a secas : los primeros difieren a otros esa responsabilidad; los segundos, en cambio, la asumen plenamente.
El dilema para los iberoamericanos del siglo XXI se ha convertido tardía e inesperadamente en el de gobernarse a sí mismos o relegar a otras manos el gobierno de sí.
O lo que es lo mismo: comportarse como civilizados o dejarse arrastrar como bárbaros.
- 23 de enero, 2009
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