Pobreza y riqueza
Entre las voces más resonantes de los “social” demócratas sudamericanos –y en Guatemala también– se hallan las que militan contra las supuestas “causas” de la pobreza. Como en casi todo lo demás, están desfasados, porque ya se sabe que la pobreza no tiene causas; en realidad, es el estado “natural” del hombre.
Nacemos desnudos, y durante muchos milenios los nómadas humanos vivían y morían igualmente así de desnudos. Inclusive en vísperas de la “revolución de la agricultura”, hace unos 11 mil años, se calcula que el hombre gastaba 14 horas diarias de penosos afanes para procurarse la mera subsistencia, y nada más.
La esperanza de vida media fue para todos durante milenios de unos 18 años. Y la población apenas aumentaba por falta de tiempo para procrear hijos antes de que la muerte les cortara esa capacidad.
Por supuesto, en ese estado ya prácticamente nadie vive hoy.
Pero la pregunta adecuada habría de ser ¿por qué ya no vivimos como esos remotos antepasados?
Hoy la esperanza de vida media, entre los pueblos desarrollados, roza los 80 años en los varones y los 86 en las mujeres.
Sin embargo, las Naciones Unidas tienen razón cuando califican de escandaloso el que todavía un 15% de la población mundial (unos 800 millones de seres humanos) vegeta en la extrema pobreza –definida como menos de 1 dólar de consumo por cabeza al día– y con la resultante esperanza de vida media de unos 46 años.
Lo que habríamos de aclararnos es por qué el 85% de la población mundial ha dejado esa extrema pobreza atrás. Es más, de ser medianamente ilustrados deberíamos indagar por la razón del incumplimiento de un vaticinio tan serio y científico como el que hizo Thomas Malthus en 1797, que extendió al futuro su hallazgo de que para ese entonces la población humana crecía en proporción geométrica, pero los medios para su subsistencia tan sólo en proporción aritmética, de lo que se seguiría una hambruna cierta y universal en poco tiempo. A ese ritmo, ninguno de nosotros deberíamos contarnos entre los vivos.
La pobreza no tiene causas; es el estado “natural” del hombre.
Pero la riqueza sí las tiene. Esas son las que habríamos de identificar y promover.
Trescientos años de reflexiones y análisis nos han dejado algunas verdades ya incuestionables. Por ejemplo, que el ahorro, que consiste en sacrificar consumo hoy, es el único puente hacia el mayor consumo de mañana. O que el aumento en la producción de bienes y servicios es proporcional al incremento de la división del trabajo. O que el más eficiente y duradero incentivo para el esfuerzo laboral es su retribución económica (rentas, salarios, intereses, dividendos…). O que el dinero, en cualquier forma que sea, es el medio ideal de intercambio y enriquecimiento mutuos. O que los hombres escogemos hacer o dejar de hacer en cada caso lo que al margen nos resulte más útil en comparación con las demás alternativas. Y que por eso todos incurrimos en contratos que nos obligan sin excepciones a su cumplimiento. Y, resulta obvio, “que el derecho al respeto ajeno es la paz”.
Pero también hemos constatado que todo ello funciona según la vigencia de un sistema de reglas de conducta justa. Por tanto, a más respeto hacia esas reglas, más prosperidad para todos.
¿Quiénes principalmente están llamados a velar por la observancia de tales reglas y principios? Aquellos a quienes ha sido delegado el monopolio del poder coactivo.
Pero ¿qué podemos hacer cuando esos representantes legales de ese poder son los primeros en violarlos y abusarlos?
La triste paradoja del caso es que quienes por ignorancia buscan y creen combatir las causas que no existen de la pobreza acaban por sofocar cualquiera de esas causas que sí existen de la riqueza. Tal ha devenido el albur de socialdemócratas y asistencialistas públicos por igual.
Pero en Iberoamérica muchos aún no se han enterado.
- 23 de enero, 2009
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