Carlos Rangel: El hombre al que no le hicieron caso los venezolanos
Este articulo fue escrito hace 6 largos años y lo más triste es que ese sistema obsoleto sigue utilizando el mismo discurso de hace 50 años, la manipulacion y la mentira, y todavia hay ingenuos que creen en él.
Por estas fechas hace exactamente 15 años que mi amigo Carlos Rangel se quitó la vida de un pistoletazo.
En 1975 había publicado uno de los mejores ensayos políticos de la historia cultural latinoamericana, Del buen salvaje al buen revolucionario, y luego, pocos años más tarde, había rematado la faena con El tercermundismo, una brillante indagación sobre los rasgos que caracterizan a esa fauna lamentable que posteriormente quedó retratada en el Manual del perfecto idiota latinoamericano, obra escrita por Plinio Apuleyo Mendoza, por Alvaro Vargas Llosa y por mí. Nuestro libro le debía mucho a los de Carlos Rangel, así que decidimos dedicárselo a él y a Jean-François Revel, otro amigo excepcional, de los grandes ensayistas franceses del siglo XX, incansable batallador en Europa contra los devotos de la dictadura marxista o los enemigos de la sociedad abierta, plural y libre.
Pero Rangel fue mucho más que un penetrante escritor. El y su mujer Sofía Imber –fundadora en Caracas del mejor museo de arte moderno de América Latina, que hoy lleva su nombre, lo que no ha impedido que Chávez la expulsara de la dirección– tuvieron durante muchos años un popular programa de televisión, de entrevistas y comentarios, muy temprano en la mañana, en el que día a día defendían las libertades y trataban de explicarles a los venezolanos el inmenso peligro que corría el país si escuchaba los cantos de sirena de los comunistas, la izquierda festiva o a esos populistas de diversas procedencias que en lugar de explicar que la riqueza se construye y acumula mediante el trabajo, la responsabilidad individual y el buen funcionamiento del estado de derecho, predicaban alguna suerte de evangelio ''revolucionario''. Esa nefasta y rencorosa superstición que asegura que nuestros infortunios son invariablemente la consecuencia del comportamiento malvado de los otros: los yanquis, los ingleses, los empresarios, o hasta los judíos, porque el antisemitismo, desgraciadamente, sigue vivo en medio planeta, aunque ahora lo disfracen con la solidaridad propalestina.
Evidentemente, Carlos y Sofía, para utilizar la metáfora bolivariana, ''araron en el mar''. Los venezolanos ignoraron sus múltiples advertencias, algunas de ellas, por cierto, transmitidas arriesgando sus vidas. Recuerdo una conferencia de Carlos en una universidad pública de Caracas –en aquellos años a la facultad de economía de esa institución la llamaban «Stalingrado''– en la que llegaron a la tribuna atravesando una multitud de estudiantes que los insultaban y escupían. Si en ese momento alguien inicia un ataque, probablemente aquellos energúmenos enardecidos los hubieran matado a golpes. No hay nada más peligroso sobre la tierra que un varón joven y fanático lleno de desprecio contra una persona a la que mentalmente ha privado de atributos humanos. Para ellos, entonces, Carlos y Sofía eran un par de perros al servicio del imperialismo.
Han transcurrido varias décadas desde esos hechos, y estoy seguro de que muchos de esos airados estudiantes hoy son personas maduras que están en las calles de Caracas o de Maracay golpeando patrióticamente una cacerola y sacrificando su patrimonio familiar para evitar que Hugo Chávez convierta a Venezuela en una colonia política de Cuba, de la misma manera que el coronel golpista, ya ha asumido su role de edecán y delfín de Castro en América Latina. Lo que esos venezolanos no fueron capaces de aprender en los libros de Rangel o en los programas de Carlos y Sofía lo descubrieron mucho más tarde, tras cometer el monstruoso error de entregarle las llaves de Miraflores a un personaje de la catadura ideológica y moral de Hugo Chávez, nada menos que como recompensa por haber intentado destruir las instituciones democráticas del país. Así estaba de confundida la población venezolana tras cuarenta años de prédica populista que le llegaba, como un chaparrón incesante, desde los periódicos y desde las cátedras universitarias, desde los grandes partidos políticos y desde los púlpitos de las iglesias.
Es muy triste que las malas ideas sean más persuasivas que las buenas, pero es comprensible. Siempre resulta más fácil convencer a alguien de que es víctima de una injusticia, o de que sus quebrantos se derivan de la falta de compasión de algún canalla, que enfrentarlo a sus responsabilidades. El Manifiesto comunista o cualquier explicación de las desigualdades humanas que recurra al victimismo será mil veces más poderosa que los laboriosos reglamentos contenidos en el código civil, pero sabemos, por varios siglos de experiencia acumulada, que las sociedades que avanzan y prosperan son aquéllas en las que funciona el código civil, administrado por unos magistrados aburridos, y no las que han elegido los panfletos incendiarios recitados por fogosos y elocuentes revolucionarios.
En todo caso, los venezolanos ya no pueden rehacer el pasado, pero sí tienen la oportunidad de aprender de sus errores y construir un país distinto cuando se sacudan de encima esa pesadilla que se llama Hugo Chávez y a su gobierno corrupto e inepto, tan autoritario como le permiten las circunstancias. Ojalá que el 14 de enero del 2004 ya Venezuela sea un país libre, encaminado en la dirección del progreso. Esa fecha, la de la muerte de Carlos Rangel, es ideal para que las autoridades del país, políticos e intelectuales, artistas y clérigos, acudan en masa al cementerio para organizar un gran acto de desagravio. Carlos lo avisó y no le hicieron caso. Es triste.
Enero 12, 2003
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