El debate de la tortura, segunda parte
A principios de este mes, escribí una columna esbozando dos excepciones a la norma de la prohibición de la tortura bajo cualquier concepto: la situación de la bomba de relojería, y la variante menos extrema en la que un terrorista poseedor de información relevante se niega a compartir una información crucial que podría salvar vidas inocentes. La columna suscitó unas protestas y una oposición que fueron, digamos, enérgicas.
Y ocasionalmente estúpidas. Dan Froomkin, escribiendo en washingtonpost.com y reiterando una idea popular entre mis críticos, afirmaba que "la situación de la bomba de relojería solamente de da en dos sitios: en televisión, y en las oscuras fantasías de autoritarios moralmente deficientes ansiosos de poder”. (Más tarde sugería provechosamente que mis deficiencias morales se derivaban de "ver la televisión y fantasear con ser Jack Bauer".)
El 9 octubre 1994, el cabo israelí Nachshon Waxman fue secuestrado por terroristas palestinos. Los israelíes capturaron al conductor del coche. Fue interrogado con métodos tan brutales que violaban las directrices de interrogatorio de Israel existentes desde 1987, que fueron revocadas en 1999 por el Tribunal Supremo israelí por ser desmesuradamente duras. El primer ministro israelí que ordenó, como decimos ahora, este interrogatorio avanzado explicaba sin disculparse: "Si hubiéramos sido tan escrupulosos a la hora de seguir (las directrices) de la Comisión Landau (de 1987), nunca habríamos descubierto dónde estaba secuestrado Waxman”.
¿Quién era ese primer ministro? Yitzhak Rabin, distinguido con el Nobel de la Paz. (El hecho de que Waxman falleciera en la operación de rescate se suma a la tragedia, pero no altera en absoluto el cálculo moral de Rabin.)
Ese cálculo moral es importante. Hasta John McCain dice que en las situaciones contra reloj "hay que hacer lo que hay que hacer”. El principio de no torturar nunca no es inviolable. Uno debe pensar por tanto en el tipo de interrogatorio transgresor que puede ser permisible en las circunstancias no tan claras del terrorista de interés que tiene información de ataques no tan inminentes. (A propósito, nunca he visto cinco segundos seguidos de “24".)
Mi columna también precisaba la despreciable hipocresía de la presidenta de la Cámara Nancy Pelosi, que ahora finge escandalizarse con las técnicas de las que ella tuvo conocimiento y no hizo nada por impedir en aquel entonces.
Mis críticos dicen: ¿Y qué pasa si Pelosi es una hipócrita? Su comportamiento no altera la verdad de las torturas.
Pero sí la altera. El hecho de que Pelosi (y su asistente de Inteligencia) y el entonces presidente del Comité de Inteligencia de la Cámara Porter Goss y docenas de miembros del Congreso más tuvieran conocimiento de los interrogatorios avanzados y no dijeran nada, y no hicieron nada por suspender la financiación, nos está diciendo algo muy importante.
Nuestra jurisprudencia incorpora el estándar del "hombre prudente”. Se solicita a un jurado que considere lo que haría un hombre prudente bajo determinadas circunstancias apremiantes.
Sobre la moralidad de la asfixia simulada y las demás "torturas", Pelosi entre otros miembros expertos y veteranos del Congreso estaban representando a sus colegas, y en la práctica al pueblo estadounidense entero, en el dictamen del veredicto del hombre prudente hipotético. ¿Qué hicieron? Dieron el visto bueno tácito. De hecho, según Goss, ofrecieron apoyo. Dadas las circunstancias existentes, claramente consideraron legalmente justificados los interrogatorios.
Por otra parte, el círculo de aprobaciones era más amplio. Como señala Jacob Weisberg en la revista Slate, los que en aquel momento se decantaron por el interrogatorio crudo incluían a Alan Dershowitz, Mark Bowden y Jonathan Alter, de Newsweek. En noviembre de 2001, Alter sugería que considerásemos "trasladar parte de los sospechosos a nuestros aliados menos melindres" (es decir, a aquellos que torturan). Y como observa Weisberg, estos fueron los progresistas.
En suma, ¿qué pasó? La razón de que Pelosi no plantease ninguna objeción en aquel momento a la asfixia simulada, el motivo de que el pueblo estadounidense (que hacia el año 2004 sabía lo que estaba pasando) reeligiera claramente al hombre que ordenó estos interrogatorios, no es que el resto del pueblo estadounidense y ella sufrieran un brote psicótico de años de duración del que acaban de despertar. Se debe a que en aquel momento eran conscientes de las condiciones imperantes — nuestro total desconocimiento de los planes de al-Qaeda, lo apremiantes de la amenaza, la magnitud del sufrimiento que podía causarse mediante un segundo 11 de Septiembre, la probabilidad de que los interrogatorios obtuvieran información de Inteligencia que el propio director de Inteligencia Nacional del Presidente Obama nos dice ahora que realmente se trató de "información de considerable valor" — y concluyeron que en suma era una respuesta razonable a una amenaza terrible.
Y acertaron.
Usted puede creer que Pelosi y la opinión pública estadounidense entera sufrió una transformación radical de la normalidad mental a la complicidad con crímenes de guerra y de vuelta a la normalidad. O puede creer que sus personalidades y brújulas morales han permanecido equilibradas a lo largo de los años, pero que los cambios de circunstancias (amenaza, conocimiento, inminencia) alteran el cómputo moral adjunto a cualquier técnica de interrogatorio.
No hace falta ser psiquiatra para decirle cuál de estas teorías es completamente fantástica.
© 2009, Washington Post Writers Group
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