España, 2009
De regreso a mis raíces iberoamericanas más hondas, recorrí rincones de la Madre Patria, para mí todavía inéditos, amén de otros, como Madrid, de referencia obligada en cada visita.
La España de hoy me recuerda en su alegre despreocupación a la Cuba de ayer, así como la Cuba de hoy me trae a la memoria la España de ayer.
El país está esplendoroso. Las autopistas mantenidas a la perfección, efecto en buena parte de su ingreso a la Unión Europea, la entrelazan de punto a punto. Sus ciudades, en primerísimo lugar su capital de ademanes imperiales a orillas del Manzanares, limpias, remozadas, salpicadas del verde de sus árboles y punteadas por las flores innumerables de parques y avenidas fastuosas, acogen al viajero con la risueña hidalguía tan propia de la estirpe de generaciones de quijotes.
La impronta del turismo se halla omnipresente en los bellísimos “paradores” de antaño con tanto gusto restaurados, así como en las enormes urbanizaciones modernas a lo largo de sus playas mediterráneas, y en el ininterrumpido rumor políglota que te acompaña de camino por cualquiera de sus vericuetos medievales.
Pero también sabemos que todo Edén alberga serpientes.
El gobierno de Rodríguez Zapatero se pronuncia continuamente en el Parlamento, en la prensa y ante la televisión, con la misma agresiva estridencia que un Rafael Correa en Ecuador. Como a otros tantos “mesías” políticos, la mentira le rebosa en sus labios. Le hacen cuerpo todos los partidarios desfasados de “la España invertebrada”, como la llamara Ortega, no menos obcecados sin embargo, en sus reclamos nacionalistas o de clase, a los que habría de añadirse la colección variopinta de feministas, homosexuales y nostálgicos del Frente Popular de los años 30, las adiciones más recientes al permanente ruido ideológico de los últimos 200 años.
La estructura constitucional derivada de los acuerdos políticos de la Moncloa (1977), que facilitaron la transición hacia la democracia, se sostiene trabajosamente en ambiente retórico tan enrarecido. De desplomarse, casi seguramente arrastrará consigo la inicial impresión de opulencia y bienestar que se respira desde el momento en que se arriba al monumental y ultramoderno aeropuerto internacional de Madrid.
Con secuelas por demás ominosas, pues, por primera vez en 500 años, España cuenta entre sus residentes con una substancial minoría musulmana de alrededor de 3 millones, no pocos de ellos infectados del violento virus islamista, como nos lo sugiere aquel atentado terrorista en la estación de Atocha de hace 5 años.
El Estado “benefactor”, encima, muestra indicios cada vez más elocuentes de enfermedad terminal. Las cajas de la seguridad social ya no dan para más, con una población que es la que con mayor rapidez envejece en Europa.
Y para colmo, el Gobierno despilfarra miles de millones en subsidios ruinosos a los sindicatos, a los partidos políticos, a los gobiernos autonómicos y a otros grupos de agitadores, en plena crisis financiera internacional. Ello abona al irresponsable aumento tanto del déficit fiscal como de la deuda interna y de la externa. De no ser por el respaldo del Banco Central Europeo, la moneda de la que hacen uso los españoles ya sería poco más que papel devaluado.
Sus instituciones más veneradas, la Iglesia y la familia, se encuentran asediadas por un militante laicismo neopagano, y su desorientada juventud expuesta al bombardeo constante de los mitos postmodernos que les sirven con profusión los medios masivos de comunicación.
Otra España.
A mi regreso a Guatemala me paraliza el golpe de frío ártico del último escándalo en torno al desgobierno de Álvaro Colom: la acusación de asesino que le lanza al rostro a él y a un puñado de sus mediocres colaboradores un Rodrigo Rosenberg que supo anticiparse con patriotismo y valentía ejemplares a hacerla pública desde la mismísima tumba.
Álvaro, ¿por qué rayos no renuncias?
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