Elemental, querido Watson
Una noticia sobre la inminente promulgación de una reforma del código procesal penal peruano, aprobada por el congreso del país andino, según la cual cualquier ciudadano podrá detener a quien sorprenda cometiendo un delito flagrante, me hizo reflexionar sobre los medios de autodefensa y averiguación de delitos que los derechos positivos reconocen a los particulares.
En el caso español, de modo semejante a lo que se anuncia en Perú, la vigente LECr (Art. 490) reconoce desde hace bastante la potestad de los ciudadanos de detener al delincuente en flagrante o a quién "intentare cometer un delito en el momento de ir a cometerlo", con la obligación de entregarlo al juez más próximo en un plazo de 24 horas.
A pesar de cierto desconocimiento al respecto, preceptos procedentes de leyes decimonónicas habilitan a los ciudadanos para detener en otros supuestos, incluso, aunque parezca increíble, a los aforados revestidos de inmunidad parlamentaria capturados in fraganti. Bien sea para protegerse a sí mismos o para ayudar a otros, en esos casos los ciudadanos tienen el derecho legal de actuar en lugar de las policías oficiales. El intervencionismo puede haber provocado cierto desuso de esta potestad. Tal vez tenga algo que ver la dificultad de distinguir el grado de las infracciones penales, dado que está prohibido detener por causa de falta, a no ser que el detenido carezca de domicilio y no se le pueda identificar. Pero recientes casos que han saltado a los medios de comunicación demuestran que dentro de la sociedad surgen espontáneamente personas dispuestas a detener a criminales.
En aras de no caer en la arbitrariedad, la comprensión del concepto de flagrancia se revela crucial para justificar el arresto de un presunto delincuente por parte de un particular. Se trata, según una cuidada elaboración traspuesta a la ley, de la acción que se está ejecutando, o que acaba de ejecutarse cuando se sorprende al delincuente. Se considera que la acción no se interrumpe si la persona que ha actuado es perseguida inmediatamente después de cometer el delito sin ponerse fuera del alcance de los que le persiguen. Y, en un plano más alejado –hasta el punto que la doctrina lo consideraba un género de semiflagrancia– se asimila el caso de quién es sorprendido inmediatamente después de cometido un delito con efectos, instrumentos o vestigios que permitan presumir su participación en él.
Por el contrario, legislación más reciente ha impuesto restricciones casi absolutas respecto a la investigación de delitos por particulares. Aprobada al mismo tiempo que otras leyes de recorte de las libertades como la Ley Corcuera, la Ley de Seguridad Privada (Art. 19) solo permite a los detectives privados obtener y aportar información y pruebas sobre conductas o hechos privados y la investigación de delitos semipúblicos, entre los que se encuentran sólo los delitos de injurias y calumnias.
Es más, se les prohíbe expresamente emprender investigaciones sobre delitos perseguibles de oficio. Tan sólo pueden denunciarlos ante "la autoridad competente" y poner a su disposición la información y los instrumentos que pudieran haber obtenido.
Estas restricciones se suman a la regulación de las agencias de detectives, que están sometidas a la autorización administrativa previa y la supervisión del Ministerio del Interior, esto es, de la policía "en expediente que se instruirá a instancia de los propios interesados". De hecho, el órgano administrativo que otorga las licencias es la Dirección General de la Policía. A pesar de la declarada incompatibilidad con la actividad de detective privado de los policías oficiales durante un periodo que se prolonga durante los dos años siguientes a su cese, los incentivos para fichar a antiguos policías en una actividad controlada por su dirección general son evidentes.
Otras obligaciones a las que se somete a los detectives comprenden la remisión anual de un informe al Ministerio del Interior, en el que deben relacionar los contratos de prestación de los servicios de seguridad celebrados con terceros, con indicación de la persona con quien contrataron y la naturaleza del servicio contratado.
La ley que regula la seguridad privada, en general, recibió un sonoro varapalo a principios de 2006. El Tribunal de Justicia de la UE dictaba una sentencia que declaraba, entre otros pronunciamientos, que el Reino de España violaba la directiva europea y los derechos al libre establecimiento de empresas y a la libre circulación de trabajadores, al no adoptar mecanismos de homologación de títulos para los detectives privados de otros países de la UE.
El Gobierno demoró el cumplimiento de esa sentencia durante un año y medio hasta que, advertido de ello por la Comisión Europea, adujo una urgente y extraordinaria necesidad para aprobar las reformas legislativas mediante un decreto-ley.
Aun con todo, esas barreras de entrada a la profesión no son las más perniciosas para la evolución y el ensaño de técnicas de investigación innovadoras que compitan, o coexistan, al menos, con las desplegadas por las policías oficiales. Es más, espíritus inquietos y emprendedores que no encajan dentro de organizaciones burocratizadas, bajo la dirección de facciones políticas, podrían encontrar oportunidades en empresas privadas especializadas en investigar los delitos por encargo de sus clientes.
Ni que decir tiene que una figura como el detective Sherlock Holmes estaría proscrita dentro del régimen jurídico de esa profesión en España. Legalmente no se presenta la ocasión de que un detective privado deje en ridículo al equivalente de un inspector Lestrade de Scotland Yard por su falta de perspicacia y conocimientos.
Dentro de un programa de largo alcance de liberalizaciones del sector de servicios, debería simplificarse el régimen de las autorizaciones administrativas y permitir la ampliación del campo de actuación de los detectives privados a los delitos públicos. Dados los probables conflictos de intereses y el riesgo de establecimiento de barreras de entrada, debería separarse a las policías oficiales de la supervisión del sector. Por el contrario, para evitar, además, la brutal politización a que están sometidas las fuerzas de policía, los detectives privados deberían relacionarse con los jueces como colaboradores de la justicia. Aparte de quedar vinculados por su deontología profesional, los detectives tendrían que solicitar la correspondiente autorización judicial para emprender actuaciones de investigación que supusiera una intromisión en los derechos fundamentales de personas.
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