Colombia: El dilema
El Tiempo, Bogotá
El Presidente teme que al renunciar a un nuevo mandato naufrague su política de seguridad democrática.
"Frente a la reelección tengo una encrucijada en el alma". "No quisiera la amargura de que las nuevas generaciones me vieran como alguien apegado al poder". Digan lo que digan sus más acérrimos críticos, creo que estas inquietudes expresadas por el presidente Uribe en el foro empresarial organizado por The Economist son profundamente sinceras.
¿Entonces por qué insiste?, dirán hoy no sólo enemigos sino también muchos amigos suyos. No es, como dicen los primeros, por apetito de poder. El Presidente teme que al renunciar a un nuevo mandato naufrague su política de seguridad democrática.
No ciertamente por falta de líderes capaces de continuarla, sino por un fenómeno que revelan las encuestas: él es hoy el único colombiano que agrupa en torno suyo a una inmensa mayoría de la opinión. Existe, en cambio, el riesgo de que ese vital apoyo se disperse en muchas y a veces peligrosas direcciones.
La pasión o ferocidad con que abordan el tema de la reelección sus partidarios y detractores impide examinar lo dicho o confesado por el presidente Uribe con frialdad, sin tomar a priori partido a favor o en contra.
Desde luego, hay sobradas razones para ver la reelección como un riesgo para la democracia y sus instituciones. Que es inconveniente perpetuar a un mandatario, lo reconoce el propio Uribe. Si pese a ello se encuentra ante un doloroso dilema es por el riesgo de que su política de seguridad democrática sea sustituida por otra. Tal temor tiene bases. La enorme corriente de opinión que lo apoya podría dispersarse en un enjambre de candidatos y de ofertas (por cierto, con desventaja para quienes, por ser uribistas, deben poner en cuarentena sus aspiraciones y campañas mientras no se despeje la incógnita de la reelección).
Los demás, llámense Sergio Fajardo, Mockus, Lucho Garzón o
Petro se mueven sin trabas, pero son más cercanos a una política de conciliación que a una de firmeza, para no hablar del Polo y del liberalismo y sus posibles acuerdos en torno a ese cuento de bobos que son los diálogos de paz con la guerrilla.
En el fondo, el problema al que asistimos obedece al hecho desafortunado de que el Presidente no pudo crear, como soporte indispensable de su política, un partido o movimiento fuerte y disciplinado en vez del actual abanico de grupos que se dicen uribistas. Es, pues, un gran líder sin partido. Y un líder sin partido es como un buen director de orquesta sin orquesta. ¿Qué habría ocurrido en España si Felipe González no hubiese tenido el PSOE y Aznar el Partido Popular?
Y lo malo es que mucho falta para ganarle la guerra al terrorismo. Con una justicia poco confiable, una Fiscalía infiltrada, falsos testigos e insidiosas conjuras de ese orden contra las Fuerzas Armadas, sería indispensable un consenso para restaurar la Justicia Penal Militar. Trámites infinitos y una cantidad de instancias burocráticas han impedido que se haga efectiva la desmovilización de los mil ex guerrilleros asociados a Manos por la Paz, y la de otros muchos que podrían desertar de las Farc. Así, mientras una guerra se gana en el monte otra se pierde en las conjuras jurídicas o en las oficinas.
Estos problemas son ajenos a la reelección en sí, puesto que ya existen bajo el actual Gobierno y desbordan al Primer Mandatario, a quien uno ve inquietantemente solo. Es extraordinario, sí, lo logrado por él hasta ahora y el apoyo que tiene. Terminado su actual período, su excepcional liderazgo le permitiría salir de su soledad en la Casa de Nariño y del venenoso coro de críticas de prensa que hoy lo asedian, para crear y dirigir una fuerza popular, única en Colombia, capaz de servir de sustento a un sucesor suyo y de asegurar la perdurabilidad de su política. ¿No sería mejor?
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