La expropiación forzosa como el colmo de la perversión de la ley
En el artículo anterior tratamos la filosofía de los reglamentos, elemento básico de lo que ya Bastiat señalaba como la perversión de la ley. Hoy trataremos la figura de la expropiación forzosa, que es en lo que ha desembocado la concepción más radical de la subordinación del interés privado al siempre inasible "bienestar social".
La razón de ser y la legalidad de la expropiación forzosa siempre se han basado, desde su nacimiento, como veremos, en una supuesta necesidad pública evidente y en una indemnización justa. Sin embargo, precisamente en esas dos condiciones es donde encontramos los problemas insolubles.
Comencemos por el problema de la necesidad pública evidente. Este concepto no sería posible sin una forma muy particular de entender la propiedad privada: aquella que no la reconoce sino a regañadientes, puesto que lo que subyace es una teoría económica más bien hostil al mercado libre. Por supuesto, la propiedad privada no es natural en el sentido de que espontáneamente nace y se respeta por todos y en todos los casos; al contrario, es una figura cuyas características han ido variando históricamente conforme a las teorías y poderes políticos y económicos dominantes.
Hagamos un breve repaso histórico para comprender mejor en qué punto nos encontramos. En primer lugar, podemos hacer referencia a la primera gran concepción de la propiedad, la medieval, en la que la propiedad estaba ligada al poder político: por una parte, la mayor parte de la propiedad fundiaria estaba sometida al señorío (los titulares ejercían el dominio sobre la tierra e inmuebles anexos y la juridisdicción sobre quienes las explotaban, esto es, los vasallos, que implicaba alguna obligación, como la de reconocer derechos reales); por otra parte, era perfectamente posible la amortización, es decir, el aislamiento automático de determinadas propiedades del tráfico económico y jurídico. Esta concepción sólo era posible con una desigualdad fundamental ante la ley, principio al que le darían la vuelta las revoluciones burguesas.
La segunda gran concepción de la propiedad es la del Estado liberal de Derecho (paradigmáticamente reconocida en el artículo 17 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), que nunca logró realizarla: reconociéndose la igualdad ante la ley, se reconocía también su pilar básico, los derechos subjetivos e individuales incluyendo el de la propiedad privada "de carácter inviolable y sagrado"; jurídicamente era una concepción abstracta, ilimitada e indisoluble, y económicamente se basaba en las teorías del poder coordinador y creador de riqueza del mercado y en los beneficios bilaterales del comercio. Nótese que esa es la única concepción que puede subsistir aun despojándola de toda justificación iusnaturalista: porque se basa, como decimos, en una teoría económica, aunque embrionaria, correcta en sus conclusiones generales.
Esta concepción ha ido derivando a lo largo de los siglos XIX y sobre todo XX y XXI. Hay cuatro cambios básicos: primero, se han diferenciado los bienes sobre los que recae la propiedad privada de los intereses a los que responden, de modo que se hacen juicios de valor y utilitarios sobre los intereses y así se juzga la pertinencia o no del derecho de propiedad privada; dicho de otra manera, es un derecho subordinado a un criterio de utilidad social.
Segundo, se ha propagado la creencia en la necesaria "conciliación" (¿pero cómo se concilian los contrarios? ¿Cómo puede existir la conciliación en juegos de suma cero?) entre los intereses individuales y los colectivos: todo es secundario respecto a la "función social".
Tercero, se ha producido una mutilación parcial o concepción sectorial de la propiedad privada; por poner un ejemplo claro, no es lo mismo, según esta tercera y actual concepción de la propiedad, poseer un coche –que supuestamente sólo afecta a la esfera privada– que poseer una fábrica de coches.
Cuarto, de pronto sucede que el titular también tiene deberes positivos de hacer, lo que afecta sobre todo a la legislación especial (propiedad inmobiliaria, industrial o empresarial e intelectual), una legislación que impone cargas, es decir, obligaciones o servidumbres legales ligadas a esa propiedad para garantizar una finalidad de interés público: es decir, se condiciona la propiedad. Uno no hace lo que le place con y dentro de su propiedad, sino que ésta ha de mantener ciertas características.
Paralela a esta "evolución" de la propiedad, se afianza la figura de la expropiación forzosa con las mismas contradicciones indescifrables de siempre, pues le son innatas. Y decimos de siempre porque la expropiación forzosa, aunque a veces se diga lo contrario, no ha surgido con el Estado social, sino que es entonces cuando se ha asentado y burocratizado: ha existido como figura lesionadora del patrimonio de los administrados, siempre con la doble condición de la iusta causa y la indemnización, desde la época preconstitucional (en base a la doctrina de los rescriptos contra ius naturale gentium), hasta la época moderna (concibiéndose como una excepción y cuidándose mucho las "garantías") pasando por la época absolutista (siendo la indemnización correlativa uno de los pocos límites a la doctrina del dominium eminens, poder supremo del Rey).
No obstante, el núcleo duro de la problemática no lo ha roído ni el tiempo: ¿cuál es la causa justa? ¿Es acaso lo que diga la legislación? En este caso, dado que el Parlamento está constituido por políticos elegidos en elecciones, sucede que la ley puede cambiar y cambia en cada legislatura; entonces, más que causa justa, deberíamos decir legal y, en consecuencia, política, lo cual dista mucho de ser serio. ¿Es la causa justa por el contrario aquella que respeta el bien común? Dejemos a un lado las pegas que, desde la epistemología, la economía y la sociología pueden hacérsele al concepto de "bien común", pues sobre todo desde la primera ya están muy desarrolladas, y entremos en el razonamiento de los que lo defienden. En este caso habría que preguntarse, sinceramente, sin sentimentalismos rousseaunianos, si existe un solo "bien común, urgente y de necesidad" (los ejemplos clásicos de las apologías de la expropiación son los hospitales y las carreteras), que no pueda permitirse cambiar cien o doscientos metros su ubicación.
El segundo problema de la expropiación forzosa es el relativo a la indemnización justa; también está el problema del procedimiento, especialmente el de urgencia y el "pequeño detalle" de que, por suponerse implícita la utilidad pública en todas y cada una de las actuaciones de la Administración pública, la causa expropiandi no tiene por qué ser explícita y, además, no es siempre necesaria la especificación del destino de los bienes o derechos expropiados, ya que en algunos casos ese destino puede ser "secundario", como en el caso RUMASA. Estos dos puntos, escandalosos desde el mismo sentido común, darían para un artículo aparte, sobre todo en cuanto a la peligrosa suposición de que Administración pública equivale a bienestar público.
Pero centrémonos en la "garantía" de las indemnizaciones. Curiosamente, el artículo 31.1 de la Constitución Española veda el expolio y la confiscación, entendiéndose por los administrativistas como lo contrario de la expropiación, por gozar ésta de la triple garantía de las causas justificadas, indemnización y procedimiento establecido. Pero no por hacer esta fabulosa definición de la expropiación sobre el papel ésta tiene sentido: las dos primeras garantías sólo pueden cumplirse si miramos para otro lado, o si le echamos mucha imaginación al asunto. El de la indemnización es sin duda de lo más metafísico.
¿Qué idea se le viene al lector cuando piensa en "indemnización" o "justiprecio"? Personalmente, se me ocurren dos, las dos más justas y razonables indemnizaciones posibles de cara a la víctima, de cara a quien ha de inspirar la ley y de quien se ha de presuponer su inocencia: o bien una indemnización conforme al precio de mercado, o bien una indemnización conforme al precio de mercado más una prima (por supuesto, siempre arbitraria; no hay otra manera) por "molestias" (cajón de sastre en el que mezclamos las molestias sentimentales, con las físicas, temporales, sociales, familiares, etc.).
Admito que cabe una crítica: si la indemnización se hiciera por precio de mercado, entonces los individuos con más capacidades económicas y, sobre todo, con más contactos políticos, comprarían propiedades que "sospechan" que más adelante entrarán en ambiciosos planes urbanísticos y, a continuación, se forrarían, por una perspicacia "empresarial" cuando menos desleal. Sin embargo, esta mala utilización de lo que sería la ley no sería motivo suficiente para rechazar justicia para el que verdaderamente la merece, para el que es expropiado y no lo desea.
Al contrario de lo que el sentido común dicta (la expropiación es una molestia y es justo restituir hasta la situación anterior; el expropiado es la víctima y no el cómplice; si hay cómplice, ha de ser juzgado como lo que es y no como víctima), el equivalente económico, a falta de acuerdo entre el beneficiario y el expropiado(el art. 24 de la LEF prevé la adquisición amistosa, único caso en el que no cabe crítica, pues en verdad el expropiado se resigna o está de acuerdo y no hay imposición), se procede a determinar por el procedimiento contradictorio, esto es, por un órgano de composición técnica, el Jurado de Expropiación, que deberá tener en cuenta los "criterios legales".
Cuando uno examina los "criterios legales", no puede sino sorprenderse, o más bien aterrarse: comencemos diciendo que, aunque sea en una cláusula de cierre, el art. 43 de la LEF permite practicar la tasación aplicando "los criterios estimativos que se juzguen más adecuados". ¡Esto es como decir "barra libre"! Tras el reconocimiento de la libertad estimativa, la ley y la jurisprudencia, tanto española como europea, en vez de fijar lo justo, fijan lo injusto: (SSTC 166/1986, 6/1991) "la norma que dispone [la indemnización ofrecida] sólo podrá ser entendida como constitucionalmente ilegítimacuando la correspondencia entre el valor del bien expropiado y la indemnización se revele manifiestamente desprovista de base razonable".
En esta situación, los criterios que se explicitan casi que dan igual. Por ejemplo, para las expropiaciones de solares, edificios y derechos reales sobre inmuebles que nadie espere leer "precio de mercado": se tiene en cuenta la valoración que tengan a efectos fiscales (o sea, los valores catastrales, que son muy inferiores a los de mercado).
Tras examinar cómo las condiciones supuestamente sine qua non con las cuales es legal la expropiación forzosa, sólo es posible una conclusión: son una absoluta ficción que, racionalmente, no se sostiene. Aun si aceptáramos que el Estado –pongamos un Estado mínimo– puede, legítimamente, expropiar (suposición demasiado generosa, creo, para cualquier tipo de liberal, excepto en situaciones de verdadera emergencia, o sea catástrofes naturales y guerras), el problema seguiría siendo grave, pues no basta con admitir la legitimidad para hallar una causa verdaderamente necesaria (¿para quién? Y, sobre todo, ¿no podría conseguirse de otra manera?), además de una indemnización satisfactoria. Si tuviera que empezar por modificar un aspecto de la legislación sobre la expropiación forzosa (que no pudiera ser la eliminación total y brusca de la misma) sería precisamente respecto a la indemnización, porque si ésta es "libre" (¡libre para la Administración, claro!) esto es Jauja. Lo contrario sería un incentivo para ser que el Estado se contuviera en sus expropiaciones, aunque sólo fuera por ahorrarse el justiprecio.
Aunque pensándolo mejor, este razonamiento se empotra con la realidad de la creación de deuda pública. Si el Estado puede endeudarse ad libitum, el resto de reformas que podamos idear para su contención son humo.
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