Amor y socialismo
El Comercio, Lima
Hace poco Hugo Chávez ha vuelto a declarar que el socialismo “es el reino del amor”.
De ahí se seguiría que eso que le viene aplicando a Venezuela desde hace años es una sistemática y crecientemente desenfrenada dosis de amor. Exactamente lo mismo que mantiene en US$26 los ingresos promedio de una familia donde dos trabajan en Cuba, el paradigmático encierro de amor del que solo se puede salir flotando en llantas por sobre tiburones y en el que los mercados negros son el único lugar donde pueden encontrarse la mayoría de bienes básicos. Amor sería también, claro, lo que Evo Morales y Rafael Correa están haciéndoles a sus respectivos países, y, ciertamente, lo que Ollanta Humala le propinaría en cantidades masivas, como antes lo hizo su admirado Velasco, al aparato productivo peruano, si le acabamos dando la oportunidad.
Sería bueno poder dar ejemplos democráticos de las encarnaciones de este reino del amor, pero no creo que, por ejemplo, los estados de bienestar europeos, pese a todos sus controles económicos, representen eso en lo que Chávez piensa cuando dice “socialismo”. Son todavía demasiado el reino de la empresa privada, de los grandes capitales, del “egoísmo”, para decirlo con el comandante, como para que podamos pensar eso. Acaso sí podría ser un ejemplo nuestro primer gobierno aprista, en el que, si bien aún al final del descalabro el presidente seguía “siendo el rey” (como para poder determinar toda una elección presidencial), al menos se respetaron la libertad de prensa y, aunque menos claramente, la división de poderes.
Por lo demás, la conexión entre socialismo (por lo menos en el sentido chavista) y autoritarismo, no es accidental. Cuanto más funciones tenga el Estado, más poder y tamaño tiene, y, como quiera que el Estado al final del día no es más que un grupo de individuos de carne y hueso con la fuerza para decidir sobre vidas ajenas, más espacio hay para el abuso y la corrupción.
Ni aun cuando, por otra parte, el Estado pudiese estar compuesto por ángeles que no estuviesen estructuralmente tentados por el poder y que poseyesen una clarividencia celestial para poder decidir, por ejemplo, cuál es el precio “correcto” al cual producir los diferentes bienes, sería el estado socialista el reino del amor. Podría, hipotéticamente, siempre que sus ciudadanos no requiriesen de los incentivos de la propiedad para dejar lo mejor de sus esfuerzos y talentos en la producción, llegar a ser el reino del bienestar y la igualdad, pero nunca del amor. Porque si algo define al Estado y a sus mecanismos de redistribución, es el poder y, en última instancia, la fuerza (que no en vano está la policía detrás de la Sunat), mientras que el amor solo se puede dar en libertad. Dicho más sencillamente, el amor (y la solidaridad, que es una de sus caras) no se puede forzar: si se fuerza, no es amor. O es espontáneo, o no es. No es flor que pueda crecer en laboratorios: si la jalas, aunque sea solo para estirarla, la rompes. Si intentas decretarla, también. Amor y poder, en fin, son términos antitéticos, salvo, muy discutiblemente, en el sadomasoquismo (pero no creo que a eso se haya querido referir Chávez).
De todas las usurpaciones que ha intentado perpetrar en su historia el socialismo, la más aberrante es la del amor.
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