Los odiosos delitos por odio
El reciente ataque de un supremacista blanco al Museo del Holocausto en Washington D.C. en el que resultó muerto un guardia de seguridad, de raza negra, ha motivado un intenso debate por todo el país en torno al campo de acción de las autoridades policiales para prevenir los llamados delitos de odio y los alcances de las leyes vigentes para castigarlos.
Uno de los factores que le añade urgencia y actualidad al tema es que unos días antes del tiroteo en el Museo de la Tolerancia, en el estado de Arkansas, un joven estadounidense convertido al islamismo asesinó, según su propia confesión y sin conocerlo siquiera, a otro joven, un soldado de 23 años de edad, por ser miembro de las fuerzas armadas. Y apenas un día antes del crimen en Little Rock, un hombre obsesionado contra el aborto presuntamente mató a un doctor en cuya clínica se hacían abortos, mientras éste acudía a un servicio en su iglesia en Wichita, Kansas.
Entre los tres presuntos asesinos no había vínculos directos, pero los tres sentían un profundo resentimiento contra el gobierno de Estados Unidos y los tres justificaban sus odios proclamándose superiores al resto del mundo por su raza, por su religión y, lo más asombroso, por considerarse moralmente superiores a sus víctimas.
Para los tres, dejar constancia de sus fobias fue cuestión de orgullo. Según el desgarrador testimonio del hijo de Von Brunn, el odio que sentía su padre era tan intenso que logró ''destruir a su familia y arruinarles la vida a todos sus miembros''. También era pública y notoria su marcada propensión a la violencia. Von Brunn intentó una vez matar al jefe de la Reserva Federal, Paul Volcker; Roeder fue detenido una vez por transportar materiales para construir bombas y Bledsoe viajó a Yemen para entrenarse en la guerra santa.
La frecuencia y la violencia de estos crímenes han suscitado sospechas de que los delitos por odio vayan en aumento. Sin embargo, este no parece ser el caso. Según el último reporte del FBI, en 2007 se reportaron 7,624 casos de crímenes de odio, de los cuales casi 600 fueron dirigidos contra hispanos. Y según datos del Southern Poverty Law Center, en 2008 funcionaban activamente por todo el país unas 926 agrupaciones cuyo común denominador era el odio. Y aunque la cifra es demasiado alta, en realidad evidencia un descenso en este tipo de delitos que en las décadas de los 70 y los 80 alcanzó niveles mucho más altos.
A menos que suceda lo impensable, la justicia se hará cargo de los tres presuntos asesinos, pero el reclamo de ciertos sectores de la población al Congreso va más allá. Algunas asociaciones defensoras de los derechos civiles piden que se promulguen leyes federales que tipifiquen específicamente los delitos por odio para que quienes los cometan reciban castigos más severos. La petición no es descabellada, ya en algunos estados hay leyes que permiten aumentar la sentencia en este tipo de casos.
El problema más difícil es encontrar una fórmula que les permita a las autoridades identificar, en este mar de organizaciones agrupadas por el odio, a aquellos individuos capaces de pasar del discurso a la acción y detenerlos antes de que cometan un crimen sin violentar libertades que definen a un sistema democrático, como la libertad de expresión, por ejemplo, y sin violar los derechos civiles de las personas. La primera enmienda de la Constitución garantiza la libertad de expresión aun en los casos en los que el mensaje es de odio. Y aunque existen algunas restricciones, cada una de estas está claramente delimitada.
Es evidente que la expresión desinhibida de las ideas puede provocar la ira de una audiencia y que, a menudo, cuesta trabajo aceptar discursos cuyo único propósito es ofender. Pero así son las cosas en una sociedad democrática y no solamente porque en ella se garantiza el derecho que tienen los fanáticos para decir lo que quieran, sino porque estamos hablando de un derecho que nos protege a todos.
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