A la Unión Europea la historia todavía le pesa demasiado
Por lo ignominioso del momento de nuestra vida pública, casi se nos escapa un evento muy importante más allá del “gran charco”: las recientes elecciones para diputados al Parlamento Europeo en Estrasburgo.
Elecciones muy peculiares de acuerdo con los parámetros usuales por allá.
En primer lugar, la asistencia a las urnas fue pobre (43%), lo que parece sugerir que a los ciudadanos o no les interesa tanto la Unión o, tal vez, la dan ya por descontada.
El debate que las precedió privilegió las respectivas agendas nacionales, no la europea, y llevó a la socialdemocracia al mayor retroceso de su historia en casi todos los países, sobre todo más grandes. Así, por ejemplo, la socialdemocracia alemana, la más antigua, captó sólo uno de cada cinco votos, por lo que se ha visto reducida casi a un mero partido de funcionarios públicos, mientras el Laborismo británico se ha visto relegado, por primera vez en 90 años, a una tercera opción entre las preferencias de los electores.
El bloque demócrata cristiano, en cambio, la corriente política que más ha aportado a la Unión, logró mantenerse mayoritario, pero marginalmente.
Lo más sorprendente fue la emergencia de nuevos partidos que rechazan frontalmente la Unión o se muestran muy escépticos a su respecto. Inclusive en Hungría levantó la cabeza por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial un movimiento nacionalsocialista de tintes antisemitas. El peso histórico del pasado todavía se hace sentir.
¿Qué pasa en Europa?
Se muestra próspera, estable, y hasta pionera de los derechos humanos.
Pero los europeos se enfrentan ahora a retos que les son inéditos: su generalizado envejecimiento, lo que les entraña además la pervivencia de ciertas actitudes de su remoto ayer y, sobre todo, complicado por la ominosa presencia en su seno de un Islam joven y expansivo. Lo que ha provocado la reaparición en rincones aislados de la xenofobia que los llevó al desastre en 1914, hasta en los países de la más acendrada tradición de tolerancia, tales Holanda o Dinamarca. Añádase que según algunos el probable ingreso de Turquía en la Unión podría acelerar el proceso de disociación, como lo vivió en la antigua Yugoslavia en los casos de Bosnia y Kosovo.
No se trata de un vuelco continental, pero se le puede inferir como una advertencia de que aunque los Estados Benefactores parezcan desfasados, el remanente centralismo burocrático en Bruselas se les hace cada vez más insoportable, no menos indigerible que el islamismo militante.
Otra consecuencia de esta última amenaza es que los europeos no podrán zafarse del incómodo unilateralismo en política exterior de Estados Unidos, ni tampoco renunciar a la protección de su sombrilla nuclear. De ahí, su resignada contribución al conflicto en Afganistán.
Encima, las “soluciones” propuestas por las élites políticas del Continente para la actual crisis financiera entusiasman muy poco al europeo promedio, para quien el problema inmediato del desempleo, y no de la supervivencia de grandes corporaciones para las que él trabaja, resulta siempre lo más apremiante.
Europa, repito, no está al borde de un cataclismo. Está simplemente inquieta, algo a la deriva y nerviosa. A mis ojos, su principal problema reside en que sabe lo que no quiere, pero no está segura de lo que sí quiere. Bienvenidos, entonces, al club iberoamericano de los golpes de ciego, allá hacia la derecha, acá hacia la izquierda.
Sin embargo, entre los ganadores en las elecciones creo percibir un rayo de esperanza: el Partido Liberal alemán, cuya realista visión (y la de algunos otros que le son afines), no difiere de las de Margaret Thatcher (y Ronald Reagan) de hace 30 años, antes de que los Bancos Centrales crearan las sucesivas burbujas financieras que nos han postrado.
A ellos apuesto para que enderecen el curso torcido de la Unión y los europeos recuperen la fe en su destino.
- 23 de enero, 2009
- 23 de diciembre, 2024
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