El cisne y la peste
No hay un claro consenso de dónde surgió. Algunos aseguran que fue en la gran estepa que actualmente ocupa Ucrania, otros la sitúan en las laderas del Himalaya. Si nos atenemos a la cronología de sus fatídicos efectos, quizá la ubicación más acertada sitúe su origen en los grandes lagos de África Oriental. Pero surgiera donde surgiera la Yersinia pestis, la bacteria causante de la peste bubónica, se convirtió en un inesperado cisne negro que modeló la historia de la humanidad.
El cisne negro es como se define a aquellos hechos poco probables e impredecibles que tienen un impacto muy importante. La Y. pestis surge de una mutación adaptativa que toma a la pulga de la rata como huésped. Las necesidades climáticas de la bacteria, la adaptación de la rata a la vida humana, las rutas comerciales del imperio romano del siglo VI, los hábitos sociales, culturales y religiosos de las sociedades del mundo mediterráneo en esta época y un lógico desconocimiento médico de la enfermedad se aliaron para que en unos pocos años la población europea se viera diezmada. Es difícil calcular cuántos muertos provocó después de quince siglos, pero se calcula que entre el 15 y el 40% de la población murió, bien de forma directa o como consecuencia de las hambrunas que se generaron posteriormente.
Resulta muy interesante cómo dos modelos de sociedades tan distintos reaccionan de manera tan diferente a un mismo hecho tan desolador. Los efectos de la peste en el Imperio Bizantino (un estado fuertemente centralizado y jerarquizado) y en la Europa Occidental (ocupada por los germanos en pequeños y medianos reinos de futuro dudoso y en eterna lucha), fueron totalmente diferentes, pero sobre todo definieron quién sobreviviría y dominaría durante los siglos siguientes y quién empezaría un lento pero inexorable destino funesto.
La muerte de millones de habitantes en imperios, reinos, ducados, condados, baronías y feudos provocó, además de la lógica histeria apocalíptica, escasez de alimentos y de mano de obra. Los supervivientes ni querían ni se atrevían a salir de sus casas y volver a sus quehaceres una vez que se iniciaba un brote de peste, lo que paradójicamente favorecía el control de la enfermedad, pero desencadenaba hambrunas. En Constantinopla se optó por el control de precios y así Justiniano prohibió que los sueldos y los precios de los productos sobrepasaran un máximo que arbitrariamente imponía. En una sociedad más descentralizada y caótica como la europea occidental, tales medidas no es que fueran inconcebibles, sino que al carecer de una entidad central coactiva se "dejaba" la decisión a los señores feudales que gobernaban en ese momento, y éstos estaban más centrados en sobrevivir a la siguiente invasión germánica o de su vecino que a controlar una economía que apenas entendían.
Aseguran los economistas Ronald Findlay y Mats Lundahl que la reducción de mano de obra en el norte de Europa provocó una demanda que disparó los salarios de forma que los más ricos se volvieron más pobres y viceversa. Cada vez era más difícil para un señor feudal mantener unido a un siervo a su tierra y el campesino empezó a tomar decisiones que afectaban su propio futuro, pasando a controlar su vinculación a la tierra. La llegada del arado de vertedera desde China en ese mismo momento permitió a los más emprendedores incrementar la productividad de la tierra con menor mano de obra, precisamente algo que faltaba en ese momento. Y así el norte de Europa, una región pobre, boscosa, sólo para los espíritus más rudos empezó a cambiar. Se idearon nuevas rotaciones de cultivos, necesarias para una población cada vez mayor y más rica y para la alimentación de un ganado que se iba a convertir en la principal fuente de energía en el campo hasta la invención de la máquina de vapor. Se eliminaron grandes bosques que fueron sustituidos por campos y nuevos asentamientos humanos que buscaban nuevos terrenos que colonizar. La creciente riqueza permitió de nuevo el comercio, aunque también atrajo a saqueadores y guerreros que querían tomar por las buenas lo que aquellos producían, lo que definió y permitió nuevos sistemas de defensa y guerra que dominaron también durante siglos.
Nada de esto ocurrió en el Imperio Bizantino y la revolución se inició así en Occidente. Pero no debemos ser injustos con Bizancio; su tamaño y su fortaleza aún era enorme. Justiniano y sus herederos fueron capaces de hacer frente con relativo éxito a nuevos invasores orientales. Así, los árabes musulmanes, libres de la peste, atacaron a dos imperios heridos, el Sasánida y el Bizantino con éxitos dispares. Mientras el primero terminó en sus manos, el segundo no lo hizo hasta 1453, cuando Mehmed II conquistó Constantinopla. Fue esta pelea la que permitió que Occidente se desarrollara de esta manera y no de otra, que no fuera invadido en su totalidad por el islam, no sólo permitiendo la revolución agrícola sino otra más profunda que le llevaría al desarrollo del capitalismo, del comercio, de la individualidad frente al colectivismo, de la separación de poderes y de la cultura del esfuerzo.
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