Buscando desesperadamente un Yeltsin
Irán es hoy una revolución en busca de su Yeltsin. Sin líder, los manifestantes se echarán a la calle un número limitado de veces para enfrentarse al gas, las porras y las balas. Necesitan de un líder como Boris Yeltsin: una antigua figura del estamento con credenciales y legitimidad revolucionaria renovadas, que se crece ante la adversidad e imprime una dirección a la oposición pidiendo lo impensable — la abolición del viejo orden político.
Ahora mismo la revolución iraní no tiene líder. A fecha de este escrito, el candidato opositor Mir Hossein Mousavi no ha comparecido en público desde el 18 de junio. Y el régimen Jamenei-Ahmadineyad ha manifestado el requisito de la eficacia y la ausencia de escrúpulos a la hora de reprimir el extendido desorden. Su brutalidad se ha desplegado con inteligencia. La clave estriba en atomizar a la oposición. Se empieza con los métodos más sofisticados para bloquear el tráfico en Internet y la red de telefonía móvil, gracias a la tecnología proporcionada por Nokia Siemens Networks. Se permite que las manifestaciones más concurridas vayan y vengan a sus anchas — evitando un baño de sangre total de estilo Tiananmen — pero se disuelven las pequeñas con violencia a pie de calle y francotiradores en los tejados, el perfecto instrumento de terror. Muerte instantánea e inadvertida, del tipo que sólo los más valientes e imprudentes van a desafiar.
Terror administrado por hombres invisibles. Desde los tejados durante el día. Y por la noche, registros repentinos y ágiles que sacan a los estudiantes de las residencias, a los heridos de los hospitales, para las palizas y las desapariciones.
A pesar de toda nuestra fe sentimental en el triunfo final de aquellos "en el bando correcto de la historia", nada es inevitable. Esta segunda revolución iraní está a la defensiva, hasta en retirada. Para recobrarse, necesita masa, porque toda dictadura teme el momento en que da la orden a los hombres armados de disparar contra la multitud. Si lo hace (Tiananmen), el régimen sobrevive; si no lo hace (Ceausescu en Rumania), los dictadores mueren como perros. La oposición necesita una huelga general y concentraciones considerables en las principales ciudades — pero esta vez con alguien que plante cara y apunte el camino a seguir.
Se busca un Yeltsin desesperadamente. ¿Tiene uno esta revolución? O dicho de otra forma, ¿puede Mousavi convertirse en Yeltsin?
El tropezón más grave del Presidente Obama durante el levantamiento iraní tenía lugar al principio cuando públicamente restaba importancia a las diferencias políticas entre Mahmoud Ahmadineyad y Mousavi.
Cierto, pero eso pasaba por alto dos puntos extremadamente importantes. En primer lugar, mientras que Mousavi en persona se situaba originalmente a una distancia mínima a la izquierda de Ahmadineyad dentro del espectro político — habiendo sido elegido cuidadosamente por el estamento en el poder precisamente a causa de su fiabilidad ideológica — el apoyo de Mousavi no se limitaba a aquellos cuyas opiniones encajaran con la suya. Él habría sido la elección electoral de todo el mundo a su izquierda, un electorado nacional masivo — izquierdistas, progresistas, seculares, monárquicos, opositores radicales y viscerales del régimen entero — que supera con creces a aquellos que compartían sus posturas, mantenidas originalmente.
Además, las posturas de Mousavi han cambiado, igual que él. Es mucho más diferente hoy del Mousavi que comenzó esta campaña electoral.
Las revoluciones son dinámicas, fluidas. Es cierto que hace dos meses había pocas diferencias entre Ahmadineyad y Mousavi. Pero esos tiempos pasaron hace mucho. Las revoluciones dejan atrás sus orígenes. Y transforman a sus líderes.
Tanto Mikhail Gorbachev como Yeltsin empezaron siendo asiduos ortodoxos del partido. Posteriormente evolucionaron juntos en reformistas. Después vino la revolución. Gorbachev no pudo desligarse del sistema. Yeltsin se rebeló e ingenió su destrucción.
Durante la década de los años 80, Mousavi era el primer ministro del ayatolá Jomeini, un brutal valedor del islamismo ortodoxo. 20 años más tarde, se desmarcó postulándose para presidente defendiendo poco más que una moderación cosmética. Pero entonces empezó la dinámica revolucionaria: Los millones atraídos a su causa — millones lejos de su izquierda — empezaron a radicalizarle. Las elecciones robadas le radicalizaron aún más. Finalmente, la sangrienta represión de sus seguidores le condujo a hacer declaraciones que llegan a desafiar la legitimidad del ayatolá Ali Jamenei de manera soterrada y los cimientos mismos del régimen. La dinámica se prolonga: El régimen prepara la apertura del expediente a Mousavi (por sedición), arresto, hasta posible ejecución. La perspectiva de la horca le radicaliza aún más.
Mientras Mousavi se debate entre Gorbachev y Yeltsin, entre reformista y revolucionario, entre testaferro y líder, la revolución contiene el aliento. El régimen podría neutralizarle mediante la detención o incluso el asesinato. Podría sobornarle con ofertas de seguridad y un cargo rentable que no requiere esfuerzo. Bien podría preferir no beber el veneno.
Pero elegir debe, y elegir rápidamente. Este es su momento y se está marchitando con rapidez. A menos que Mousavi lo aproveche, u otro ocupe su lugar, el levantamiento democrático de Irán no terminará como Rusia en 1991, sino como China en 1989.
© 2009, The Washington Post Writers Group
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