Reelección e irresponsabilidad política
Madrid – La sed reeleccionista en América Latina no cesa. Se trata de una pandemia que afecta a los políticos con independencia de su orientación o de sus afinidades ideológicas. La inauguró hace casi dos décadas Carlos Menem y fue seguido por gobernantes de izquierda y de derecha. Hasta una persona casi libre de toda sospecha, como Fernando Henrique Cardoso cayó en la trampa. La idea de los liderazgos mesiánicos y redentores, por encima de las instituciones y las reglas de juego puede con casi todos. Los dos últimos casos que estaban pendientes de resolución eran el de Álvaro Uribe, en Colombia, y el de Manuel Zelaya, en Honduras.
Evidentemente que esto no signifique que el ciclo se cierre aquí, ya que nuevos nubarrones amenazan tormenta en el horizonte. Uno de los casos más sangrantes es el de Daniel Ortega en Nicaragua, que como ve difícil que la gente trague con una reforma constitucional para aprobar su reelección, intenta una movida lampedusiana para seguir gobernando. Se trataría de pasar de un sistema presidencialista a otro parlamentario, aunque intentando mantener el control de todos los resortes del poder como si de un mandatario todopoderoso se tratara. Los delirios del matrimonio presidencial, en este caso nicaragüense, no tienen límites.
Es tal la sed de poder de algunos políticos que su ambición carece de frenos o contrapesos, lo que conduce a actitudes claramente irresponsables. Es el caso de Manuel “Mel” Zelaya que llegó a la presidencia de Honduras como un político de centro derecha y la va a abandonar como un excelso bolivariano, integrante del ALBA y partidario del socialismo del siglo XXI. Pues bien, a Zelaya no le bastó con los límites establecidos en la Constitución vigente, ni con las declaraciones parlamentarias, ni siquiera con lo establecido por el Tribunal Supremo Electoral. En su enloquecida carrera hacia la nada ha despreciado a todas las instituciones y magistraturas del país. Es más, su irresponsabilidad ha llevado a que hace un par de semanas atrás se volviera a hablar en el país de un “golpe de estado”, un concepto prácticamente desterrado desde hace años de la jerga política de la mayor parte de los países de América Latina.
¿Por qué Zelaya insiste en su postura? ¿Qué valores dice representar? ¿Por qué ese empeño en convocar a toda costa un referéndum no previsto en la legislación vigente? Adormecido con tanta nana constitucional originaria se tragó el cuento del poder popular soberano, de un pueblo que sólo existe en su imaginación y que no lo va a respaldar. A diferencia de Bolivia, en Honduras no se han asentado ni el ejército y los agentes venezolanos ni la inteligencia cubana.
Hasta ahora muchas cosas se le habían tolerado a Zelaya pensando en que pronto, en noviembre, acabaría su mandato. Sin embargo, ha ido demasiado lejos. En estos momentos, cuando el ejército de su país ha salido a la calle, tras la destitución del general Romeo Vásquez, jefe del Estado Mayor, no deja de ser irónico que el presidente advierta de las amenazas que sufre el estado de derecho, cuando fue él el responsable de su vulneración.
Es hora de aprender la lección. Las instituciones y las normas no son chicles que se pueden estirar hasta el infinito. Álvaro Uribe debería sacar las lecciones pertinentes y dejar de insistir en su deriva reeleccionista. La teoría de las asambleas constituyentes originarias, de la imposibilidad de dilapidar liderazgos eficientes y de que la voluntad del pueblo no conoce de normas ha llegado demasiado lejos. Es tiempo de reflexión y de decir basta a tanto dislate.
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