Juan Roberto Brenes
Por Armando de la Torre
Siglo XXI
Hace unas semanas, en pleno fragor desatado por las denuncias post mortem de Rodrigo Rosenberg, te nos fuiste inesperada y violentamente en un singular accidente aéreo con el que Dios permitió poner fin a tus sueños.
Eso sí, bien acompañado por una leal y supereficiente administradora del Centro Hazlitt, Claudia de Araneda, su esposo Rafael, y el no menos chispudo y dinámico profesor de Mercadeo Estratégico, Helmut Wintzer. Al perecer todos quedamos en la Universidad Francisco Marroquín atónitos, con un vago sentimiento de soledad e inutilidad.
La primera imagen que conjura en mi mente tu nombre, Juan Roberto, es la de tu perenne sonrisa de hombre de bien, de intelecto agudo y de sólida piedad cristiana, que asocio también con tu prematura cabellera blanca de los últimos años, aunada a tu tono siempre mesurado y abierto a las opiniones de los demás.
Cumpliste a cabalidad en lo poco y te será retribuido en lo mucho.
Sembraste en muchos jóvenes y compañeros las semillas fecundas de tu íntima familiaridad con Jesucristo y su Evangelio, en especial entre los becados por el muy exitoso programa de Impulso al Talento Académico (ITA).
Tu ejemplo, lo anticipo, nos será siempre estimulante y luminoso, como lo fue ese tu magistral dominio del paralelismo de la historia de las ideas económicas y de las enseñanzas contenidas en el magisterio social de la Iglesia Católica.
Todavía recuerdo la tímida modestia con la que a tus 22 años me pediste ayuda para tu investigación sobre el lugar del libre mercado a la luz de los principios de subsidiaridad y de solidaridad de la misma. Precisamente por esos días descubríamos aquí las glorias intelectuales de la escolástica tardía en la Universidad de Salamanca, y de sus penetrantes aportes a la comprensión de conceptos básicos tales como la propiedad, el comercio, los precios justos, la emisión monetaria, la inflación, el ahorro, los regímenes fiscales, los tributos, etcétera, que tanto hubieron de influir decisivamente en los grandes iusnaturalistas del siglo XVII (Suárez, Mariana, Grocio, Puffendorf…) y, por su medio, en los aún más influyentes pensadores clásicos de la Escocia del siglo XVIII como David Hume y, sobre todo, Adam Smith.
También recuerdo mi asombro cuando en esa ocasión y en otras posteriores desplegaste ante mis ojos tus conocimientos sobre la Política y la Ética de Aristóteles y los de su ulterior cristianizador, Santo Tomás de Aquino.
Desde ese momento seguí con particular interés tus demás aventuras del espíritu: de analista de la bolsa de valores, de consultor internacional, de catedrático universitario en las especializaciones de ética profesional, comercio internacional, filosofía social, o como director de seminarios socráticos sobre el pensamiento de las grandes figuras de la Escuela Austriaca, que previsiblemente hubieron de rebotar en tus posteriores inquietudes en torno a la política parlamentaria y a esa otra, más cercana al pueblo, de los ordenamientos administrativos municipales (en cuanto prestigioso concejal de la ciudad capital).
Siempre te creí un tico globalizado, parte por lo tanto integrante —por elección propia— de la reserva moral del pueblo guatemalteco. Incluso sumé a ella ese amor tuyo al servicio indivisible a la Iglesia, por el que renunciaste a fundar tu propia familia.
En ese contexto permanecerás en la memoria de todos los que tuvimos el privilegio de conocerte, sobre todo mientras haya entre los muchos que formaste, y que no simplemente instruiste, quienes quieran emularte y recrear tu capacidad de entrega.
Ya sabíamos “que el hombre propone pero Dios dispone”.
Pero en tu caso, a tus 50 años de edad, dispuso simultáneamente de ti, “siervo bueno y fiel”, y de tres de tus entrañables colegas, cuando partían de alegre excursión al buceo entre los arrecifes de coral de Belice.
Y de un amigo, añadiría yo, siempre para muchísimos inolvidable.
- 23 de julio, 2015
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