El costo de nuestras miserias
Hace unos años leí en una revista especializada que el precio promedio de todo lo que compramos en el mercado estaba abultado aproximadamente por un 15%, atribuible a los robos que los empleados hacían al interno de las empresas para las que laboraban.
Eso me movió a una indagación “filosófica” sobre los costos que entrañan para la sociedad en su conjunto nuestras miserias individuales humanas, demasiado humanas.
Para mi sorpresa, encontré que ya se habían hecho múltiples investigaciones sobre algunas de las aristas de nuestra vida en sociedad. Es más, que el fin último de toda Constitución política habría de ser el reducirnos los costos de vivir en sociedad y de tener gobierno. Un botón de muestra: el costo monetario que los criminales y la justicia correccional correspondiente significan para los contribuyentes al fisco, analizado por un juez norteamericano de nombre Richard Possner.
Más adelante hube de enterarme de que sus apreciaciones eran parte de la marea creciente de enfoques similares por otros autores, hoy englobados en la corriente intelectual conocida como la de los “análisis económico de las opciones públicas”.
También quedé impresionado por hallazgos de más vieja data de ciertos teóricos sobre la importancia del hecho de que los costos de la concentración de beneficios en quien actúa de manera criminal o corrupta sean cubiertos precisamente por su dispersión entre el resto de la sociedad.
Me familiaricé por ende con el tópico del “riesgo ético” (moral hazard), que entraña esa paradoja de las buenas intenciones que llevan al camino del infierno. En especial se alude a las indeseables consecuencias de todo proyecto asistencial que lleva a que los males que se quieren remediar se acrecienten por razón del mismísimo gesto humanitario.
La inmerecida ayuda estatal a unos y no a otros, por ejemplo a las madres solteras heridas por la irresponsabilidad paterna contribuye así al aumento de los niños y las mujeres en las mismas condiciones. O, lo que es lo mismo, a que la irresponsabilidad de los varones se vea financiada por quienes sí se muestran responsables.
Muchos sedicentes defensores de los derechos humanos parecen ignorar este aspecto.
Cada vez, por ejemplo, que abogan con éxito por los “derechos” de los criminales con desmedro de los de sus víctimas, alientan a los delincuentes al tiempo que desalientan a los inocentes que cumplen con la ley.
La razón de todo esto acabó por hacérseme más clara: que cualquier acusado es visible pero sus víctimas, todos los demás, permanecemos en nuestra dispersión anónimos e invisibles. Y “ojos que no ven, corazón que no siente…”.
Lo mismo digamos de los escándalos en la vida política y de sus deletéreos efectos en los más jóvenes y en los más débiles. “Es imposible que no haya escándalos”, dijo Jesús, “pero, ¡ay de aquel por quien vienen. Más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños!”.
A esa luz, a casi todos nos toca alternativamente esa rueda de molino, o por delincuentes o por irresponsables.
Nuestro terco subdesarrollo también lo confirma. Ningún pueblo ha emergido de su pobreza en base a dádivas, sino sólo con el trabajo disciplinado.
De ahí el absurdo de dotar a unos cuantos hombres y mujeres de carne y hueso de los inmensos poderes discrecionales que caracterizan el trato que nuestras constituciones políticas reconocen a las autoridades “democráticas”.
Porque “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, dijo Lord Acton.
Por eso a los hermanos Castro, a Chávez y a sus acólitos, Evo, Daniel y Correa, y la semana pasada al último de los incorporados a esa turba de ineptos petulantes, Manuel Zelaya, siempre acaba por atraparlos una verdad tan simple.
Pero, lamentablemente, los costos de sus atrevimientos no se sufragarán de sus bolsillos sino de los nuestros.
- 23 de enero, 2009
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