Si yo fuera hondureño…
Es muy probable que, si yo fuera hondureño, mis inquietudes y temores sobre los acontecimientos de la vida política de mi país habrían surgido mucho antes del destape de esta crisis. Me habría preocupado el hecho de que al presidente Manuel Zelaya le pareciera factible y además deseable abrir un debate público sobre la posibilidad de su reelección. Sin necesidad de formar parte del círculo de los que tienen acceso a conocer tanto las intenciones, como también los objetivos que animan este tipo de planteamientos, me habría preguntado hasta qué punto pudiera haber influencias de políticos, de asesores o de gobiernos de otros países latinoamericanos. De esos donde sus constituciones han sido reformadas para propiciar la posibilidad de que sus presidentes fueran reelectos.
Por un lado, tendría bastante claro que la Constitución de mi país y que uno de los artículos del “credo político” que se enseña a los estudiantes en los colegios y a los futuros profesionales en las facultades de derecho o de ciencias políticas, reflejan la visión de que la reelección presidencial suele ser fuente de abusos de poder, cuando no de fraudes electorales. Por otra parte, bastaría con leer los diarios nacionales para entender que la cuestión de la reelección presidencial dividía, profundamente, a los partidos políticos, a los líderes sociales y a sus seguidores entre los que, claramente, estaban a favor y los que, decididamente, estaban en contra.
Si yo fuera hondureño habría temido, desde que la cuestión fue puesta en el tapete por el propio Jefe del Estado, que ciertos sectores lo interpretarían como una muestra más de su clara determinación de alinearse con gobiernos como el del presidente Hugo Chávez o el del presidente Rafael Correa. Y sabría que todo eso polarizaría, todavía más, los ya crispados ánimos de los políticos y líderes sociales y económicos criollos.
Al pronunciarse las resoluciones del Tribunal Supremo de Elecciones y de la Corte Suprema de Justicia, cada una en su momento, declarando la inviabilidad constitucional de la consulta popular contemplada por el presidente Zelaya, habría tenido claro que mi país estaba al borde de una crisis grave y compleja. Una crisis que difícilmente iba a poder bajar de intensidad, sobre todo, después de las manifestaciones públicas del propio mandatario expresando, sin el más elemental recato, que ignoraría el tenor de dichas resoluciones.
Ante los pronunciamientos de las más altas autoridades encargadas de velar por la legalidad y la administración de justicia en mi país, en cuanto a que el presidente Zelaya habría con sus actos incurrido en varios delitos graves, mi comprensión de que el sistema político de mi país había llegado al límite de su resistencia sería clara y distinta. No me cabría duda de que ese punto, después del cual ya no hay vuelta atrás, ya se había rebasado.
Si yo fuera hondureño difícilmente hubiera encontrado la decisión del Congreso, de remover de su cargo al Presidente, como excesiva o injustificada. Su aprehensión y expulsión antijurídicas del territorio nacional, me habrían parecido un error tan lamentable como ha sido costoso. Pero nunca me hubiera esperado, si fuera hondureño, que tantas personas, periodistas, gobiernos extranjeros, organismos regionales o internacionales, hubieran juzgado esa larga y compleja cadena de acontecimientos… como si solamente se hubiera suscitado el último de ellos. Si yo fuera hondureño, esa parcialidad tan notoria me llenaría de indignación.
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