San Martín, el homicida
Por Alejandro A. Tagliavini
Un muy bonito sábado, 13 de junio, de la primavera inglesa andaba cerca del Palacio de Buckingham cuando empezaban los festejos de cumpleaños de la Reina. ¡Que espectáculo! La familia real a pleno, en el balcón, y un desfile que incluía aviones rasantes pintando el cielo con estelas azules, blancas y rojas. Very British. Claro que todo esto a costa del contribuyente local, pero a mí, visitante y de un país prácticamente desconocido, poco me preocupaba esto.
País desconocido por no decir menospreciado. Méritos no faltaban, gracias a dirigentes políticos, empresarios e intelectuales que, sumidos en una inmoralidad rampante donde el Estado roba a diestra y siniestra y donde nada parece moverse sin corrupción, abusaron del poder represivo estatal para estatizar una economía que pasó de las 10 más ricas del mundo a principios del siglo XX a una con casi 40% de ciudadanos pobres.
¡Pero solo desconocido hasta el domingo! Atrás del castillo de Windsor, en un enorme parque, está el Guards Polo Club cuyo presidente honorario es el príncipe consorte Felipe, ex jugador y actual promotor, que este día soleado concurriría allí junto con su esposa que debía entregar la Copa de la Reina, a quién resultara vencedor de esta final. Apenas llegar se veía que, la Argentina, de país menospreciado había pasado a ser 'anfitrión' de la Reina y de los más conspicuos jugadores y admiradores del polo. Los más destacados puestos de comidas, bebidas y ropa eran argentinos y, por sobre todas las cosas, los mejores profesionales del polo, y mejores por mucho, eran todos del país del tango.
Más allá de la idea estereotipada que se tiene del polo, lo cierto es que detrás de este deporte y las actividades que supone, como la cría de caballos, existen profesionales que ganan mucho menos que en el fútbol, por caso, y que trabajan duramente, gracias a que el Estado los deja hacer, para llenar de orgullo a un país destrozado por una dirigencia impresentable.
En una fea y desagradable contraposición, vuelto a Buenos Aires, el 9 de Julio, recibí una cantidad de mensajes de felicitaciones por el Día de la Independencia argentina. ¿Independencia de qué? Si la Argentina ha sido rehén de una dirigencia política, empresarial e intelectual, sumida en una degradación moral siniestra que ha abusado de la coerción (la violencia) estatal para imponerse sobre las personas, sobre el mercado. Más nos hubiera valido depender de España cuyos dirigentes han demostrado ser un menor mal.
Pero, aun teniendo la esperanza de poder lograr una dirigencia superior a la española, ¿qué sentido tuvieron las sangrientas guerras de la independencia? Cuando países mucho más progresistas como Canadá y Australia se independizaron sin derramamiento de sangre.
El 14 de Julio, en otra desagradable contraposición, veía los cielos de París también pintados de azul, blanco y rojo, pero no para festejar la vida, el cumpleaños de nadie, sino el inicio de la Revolución Francesa que mató a muchos.
Pronto llegará el 17 de Agosto y, no faltará quién me recuerde que es el día del “Libertador General San Martín, Padre de la Patria”. Padre de la Patria es solo Dios, dice la teología más tradicional. Cualquier cristiano de bien querrá que, este personaje, disfrute de la vida eterna, gracias a la infinita misericordia del Creador y a algún mérito que seguramente habrá tenido, pero ensalzarlo por haber degollado y mandado a degollar a muchos, en una guerra tan inútil como innecesaria, es un duro atentado contra la vida como lo hace la propaganda estatal, que conlleva un verdadero lavado de cerebro en los niños a los que luego, hipócritamente se los acusa de ser muy violentos. Y, muchas veces, se culpa a la televisión cuando hasta los niños saben que solo muestra tinta roja para aparentar sangre.
Héroes de verdad no son los violentos personajes, los homicidas, que solo sirvieron para destruir, sino las personas que día tras día trabajan duramente cooperando entre ellas para intentar sobrevivir en esta sociedad signada por la destructiva coerción (violencia) estatal. Y lo hacen en paz y con alegría.
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