El silencio de los buenos
La Vanguardia, Barcelona
Las cuatro de la madrugada, de una noche de julio. Podría ser una pareja rezagada, de esas que vuelven a altas horas, quizás paseando y dándose los últimos besos. Podría ser ese chico de 14 años, súbitamente despertado por un "fuerte golpe", y cuyo suelo del dormitorio acababa de desaparecer en el límite de la cama.
Podría ser alguien que empezaba o volvía de uno de esos trabajos que cuecen en horas intempestivas. Podría ser cualquiera, con sus emociones, su gente, sus preocupaciones, sus esperanzas, el todo de su vida que, ¡zas!, se habría quebrado en un segundo.
Hoy podría ser cualquiera, y la noticia se tintaría en negro, y hablaríamos de familias rotas, de funerales inesperados, de seres humanos caídos, víctimas de la irracionalidad y el odio. Podría ser cualquiera, y solo el azar -o quien en él reina- ha evitado que 200 kilos de explosivos no cumplieran con su vocación asesina.
El ministro Rubalcaba ha hablado de "atentado fallido", y la expresión es irrefutable. Colocar una ingente carga explosiva, con nocturnidad y alevosía, allí donde duermen 120 personas, no es un hecho dudoso: tiene como objetivo inequívoco, la muerte masiva. De manera que, si la muerte no ha triunfado en los titulares, no ha sido por vocación destructiva.
Hablaría de ellos. Pero no hay mucho por añadir. Cuerpos hábiles en el manejo de la muerte, cerebros embrutecidos por el odio irracional, fanatismo como ideología y un desprecio profundo por la vida. Eso son los militantes de ETA, y no mucho más. Quizás, ni tan solo odio, solo inercia del odio, tan sumamente pegado a sus almas, que mueven sus vidas como hilos de títeres.
En algún tiempo remoto amaron la tierra que ahora ensucian con sangre, pero el día que atravesaron la línea, se convirtieron en sus peores enemigos. ¿Patriotas? Ciertamente, de la patria oscura de la muerte. No. No hay mucho por decir. Si lo hay, en cambio, de los otros, los que nunca conducirán un coche con 200 kilos de explosivos, ni lo aparcarán al lado de un edificio habitado, ni lo detonarán sin atisbo de piedad.
Tampoco saldrán a cazar seres humanos, ni tendrán en su glorioso haber algún cuerpo caído. De esas gentes impolutas, de vidas ordenadas y respetadas tradiciones, sin manchas de sangre en las manos y cuyas blancas conciencias no sufren altibajos, de esas gentes sí tengo algo que decir.
Son los practicantes del silencio, patriotas de cuello alto que no se despeinan por la muerte ajena, que hablan de Euzkadi como si les perteneciera y que, con la boca pequeña, consideran a ETA "parte de la familia".
Son ellas, esas gentes silenciosas de bien, las que dan la cobertura moral a los jóvenes que se van al monte a matar seres humanos. Mientras esas buenas gentes callen, ETA matará. Son la indulgencia cómplice. Es decir, son el silencio culpable.
- 23 de enero, 2009
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