Se queman los libros ¿o no?
SALAMANCA.- Los expertos en la materia dicen que un libro, al arder, produce una temperatura de 233º centígrados. En grados Fahrenheit son 451. Hace unos días volví a ver la película de François Truffaut (1932-1984) “Fahrenheit 451” (1966), basada en la novela del mismo nombre de Ray Bradbury (California, 1920), el autor de mayor renombre que dio la literatura de “ciencia-ficción”.
Después de cuarenta y tres años de haber sido realizada, el tiempo no ha hecho la menor mella en esta obra que contradice todo aquello que se entiende por “ciencia-ficción” hoy día. A pesar de transcurrir en un tiempo futuro la película carece de los famosos “efectos especiales” y casi toda ella está rodada en escenarios naturales, sin platillos voladores ni seres monstruosos imposibles de vencer. La única arma que aparece: es algo parecido a un lanzallamas, de esas que se utilizaron en la Segunda Guerra Mundial, aunque un poco más sofisticada.
Su historia es sencilla: la brigada “451” no tiene como misión apagar incendios, ya que las casas son incombustibles. Su objetivo es quemar libros y detener a sus dueños, que recurren a todo tipo de artimaña para esconderlos. El segundo de esa brigada es Guy Montag (Oskar Werner) quien, debido a diferentes circunstancias, termina interesándose por esos libros que quema. Termina volviéndose un adicto a la lectura, escondiendo sus libros en los mismos sitios que son escondidos por sus víctimas, hasta que es denunciado y debe huir. Al fin llega a un campamento habitado aparentemente por vagos y marginales. Caminan entre los árboles, por el bosque, hablando solos. Hasta que su jefe le explica: cada una de esas personas se ha aprendido de memoria un libro y luego lo queman. De este modo, la policía nunca encontrará libros en poder de esta gente, ya que ellos están en la memoria de cada uno. Piensan que algún día se editarán de nuevo libros y les llamarán para que dicten los textos que han aprendido.
Ray Bradbury escribió este libro en 1953, en plena era del maccarthismo en Estados Unidos, donde los intelectuales, científicos y artistas eran todos sospechosos de ser comunistas. Y el senador Joseph McCarthy, republicano, era el encargado de que sus nombres fueran borrados del mapa. Eran muertos en vida. Con esta aparente historia que se remitía al futuro, Bradbury lanzaba su crítica más acerada contra el momento político que se estaba viviendo, casi al mismo tiempo que el dramaturgo Arthur Miller hacía lo mismo con “Las Brujas de Salem”. También recordaba las quemas de libros en la Alemania nazi, en la Unión Soviética de Stalin, en la Cuba de los Castro y actualmente en la Venezuela de Hugo Chávez, quien se encarga personalmente de controlar qué libros deben estar en las bibliotecas y cuáles no. Fue así en Paraguay bajo la dictadura de Stroessner.
Robert Oppenheimer, quien dirigió en El Alamo el proyecto para crear la bomba atómica, fue apartado del programa nuclear norteamericano por negarse a cooperar en la fabricación de la bomba H y por tener una amante que parecía ser de izquierdas. También Albert Einstein fue sospechoso y relegado a su cátedra en la Universidad de Berkeley (que también acogió a Oppenheimer) por haber declarado que: “Nosotros los científicos, cuyo trágico destino ha sido el de ayudar a fabricar los métodos de aniquilación más repugnantes y efectivos, debemos considerar como nuestro solemne y trascendental deber el hacer todo lo que esté a nuestro alcance para prevenir el uso de estas armas. ¿Qué tarea podría ser más importante para nosotros?”
Desde entonces, y aun desde mucho antes, existieron estas brigadas encargadas de quemar libros, de apresar a sus dueños porque hay alguien que desea la felicidad de todos y para ello que nadie lea, que nadie aprenda a pensar por sí, pues se pondrá en juego más que la felicidad, la posibilidad de desarrollar una mirada crítica sobre el entorno y sobre quienes les gobiernan. Mejor buscar la felicidad en la ignorancia, en la estupidización de la gente, la felicidad de los idiotas. La historia está vigente y nunca vendrá mal regresar a ella, antes que entren en nuestras casas hombres vestidos de negro, lanzallamas en mano y hacer que nuestros libros ardan a 233º (451º Fahrenheit).
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