¿El gran hermano nos salvará?
“El Estado es la gran ficción por la cual todo el mundo busca vivir a costa de todos los demás”, Frederic Bastiat (1801–1850), economista, legislador y escritor francés.
De nuevo, el gran hermano Estado surge como la gran figura que salvará a la humanidad de los efectos perniciosos de la actual debacle económica mundial, más cuando todos los programas de rescate económico y financiero anunciados por los Gobiernos desarrollados apuntan en esa dirección.
Empecemos por puntualizar ciertos principios básicos de la conducta humana. El hombre tiende naturalmente a buscar su felicidad y estabilidad socioeconómica, aunque en la apreciación de lo que le parece como bueno, para lograr tales metas, pueda llegar a errar, y de hecho yerra frecuentemente dentro de su libertad de acción y apreciación.
Pues si es cierto que la felicidad es un concepto subjetivo y cada uno, según sus disposiciones anímicas, la anhelará a su manera. Cabe ciertamente afirmar que entre los objetivos o fines que el hombre se puede proponer en busca de su felicidad, en términos generales, ocupa un lugar destacado el de satisfacer sus necesidades básicas o de subsistencia como la alimentación y vivienda, aspectos en los cuales el hombre no se diferencia de los animales irracionales. No obstante, la aspiración a cubrir las necesidades básicas, y por encima de ellas, las originadas por la inclinación al bienestar material, requiere el empleo de recursos que, por lo general, son escasos y donde esa gran ficción jurídica–política llamada Estado ha jugado un rol determinante con su intervención en la historia contemporánea de la humanidad.
A pesar de los argumentos que pretendidamente han justificado la intervención económica del Estado para adoptar el papel de benefactor de los necesitados, dan lugar a lo que con el paso del tiempo ha venido a ser lo que hoy conocemos con el nombre de Estado del bienestar, que a partir del final de la Primera Guerra Mundial comenzó a ocuparse de forma sistemática de las necesidades presentes y futuras de las personas que por distintas razones no eran capaces de hacerlo por sí mismas o en voluntaria y libre colaboración con otros ciudadanos, se fue transformando en un instrumento universalizador de la protección social, con carácter de servicio público burocratizado.
Este modelo impuesto por los políticos, con la complicidad de las elites dirigentes, que al amparo del pensamiento keynesiano habían perdido la fe en el Estado liberal, con el paso del tiempo se fue extendiendo en su ámbito de acción, amplificando así la magnitud de sus prestaciones, sin que se sepa bien hasta dónde había que llegar.
El error del Estado paternalista e interventor ha sido haber universalizado su accionar como un gran hermano mayor, con el fin de alcanzar al inmenso número de aquellos que, sin necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos que la propia iniciativa individual es capaz de dar; en lugar de ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de seguridad e intervención estatal.
Esta situación, el propio Lord Beveridge, considerado como el padre del Estado del bienestar moderno, la había advertido al sostener que: “el Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel mínimo garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada individuo para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia”.
En el Estado benefactor lo único que ha subsistido es la ambición por el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de artes torcidas para lograrlo, donde el binomio Estado y poder político (grupos sindicales, partidistas, gremiales y empresariales mercantilistas) siempre aparece como el artífice de esas distorsiones que a nombre del bienestar de las mayorías son adoptadas, pues, la tentación de utilizar los alegados beneficios del gran Estado o hermano mayor con fines electorales es muy grande.
Los programas de salvación y estímulos económicos, adoptados por las naciones desarrolladas, con el fin de superar la actual depresión económica mundial, apuntan a aumentar aún más la intervención y regulación estatal, bajo el falso supuesto de que fue el excesivo y permisivo accionar del libre mercado el culpable de la crisis. Esto ha representado una gran falacia, pues fue ese propio sistema regulador e interventor estatal, el que creó el marco institucional y monetario que incubó la citada crisis en Estados Unidos y su posterior propagación al resto del mundo.
Los grandes niveles de endeudamiento, que conllevan los planes de rescate, sustraerán ineficientemente recursos escasos de sus respectivas sociedades, como las equivocadas señales de impunidad paternalista que estos programas dirigen a los agentes económicos que incurrieron en grandes fallas; mensajes que van en contra de los principios por los cuales aboga el libre mercado, como los son el de la responsabilidad ética y social que los agentes económicos deben asumir frente al resto de la sociedad. Nos hace presagiar que el gran hermano mayor llamado Estado no ofrece soluciones estructurales ni sustentables a largo plazo a la actual crisis económica mundial.
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