El invisible éxodo iraquí
El País, Madrid
Una de las consecuencias menos conocidas, pero al mismo tiempo más devastadoras, de la invasión de Irak y la consiguiente posguerra ha sido el éxodo iraquí. Desde la intervención estadounidense en marzo de 2003, más de cinco millones de iraquíes -el 20% de la población- se han visto obligados a abandonar sus hogares y se han convertido, bien en desplazados internos, bien en refugiados en los países del entorno (en particular, Siria y Jordania). Se trata de la mayor ola de refugiados registrada en Oriente Medio desde la nakba o catástrofe palestina de 1948, que afectó a unas 900.000 personas.
Ni las agencias internacionales ni tampoco las organizaciones humanitarias saben el número exacto de refugiados iraquíes. En enero de 2009, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) los cifraba en casi dos millones, residiendo la mayoría en Siria (1.200.000) y Jordania (450.000) y el resto en los países del golfo Pérsico, Líbano, Egipto y Turquía. Una buena parte de ellos son árabes musulmanes suníes (un 55% en el caso de los inscritos en Siria y un 68% en Jordania), a pesar de que sólo representan una quinta parte de la población iraquí. También destaca el elevado número de cristianos (un 16% de los refugiados en Siria y un 12% en Jordania), que apenas suponen el 3% de los iraquíes.
El éxodo es consecuencia de la ocupación del territorio por parte de EE UU y la desintegración de la autoridad central iraquí, pero también de otros factores como el deterioro de la seguridad, la infiltración de elementos yihadistas, la multiplicación de atentados suicidas, la represión de la insurgencia y, sobre todo, la violencia sectaria desatada por las milicias suníes, chiíes y kurdas. Como consecuencia de las operaciones de limpieza étnico-confesional, cientos de miles de personas se han visto obligados a abandonar sus ciudades. Muchos de ellos han sufrido en sus propias carnes amenazas, secuestros, torturas, violaciones o asesinatos. En el éxodo también ha incidido el deterioro generalizado de las condiciones de vida, ya que el 70% de los hogares carecen de agua potable, el 43% de los iraquíes vive con menos de un dólar al día y la malnutrición afecta el 28% de la población, a años luz de los estándares en época del dictador Sadam Hussein.
En un primer momento, los países del entorno (con la excepción de Arabia Saudí, que construyó un enorme muro en la frontera, y de Kuwait, donde los iraquíes son personas no gratas) abrieron sus puertas y recibieron a los refugiados de manera solidaria. Debe recordarse que tanto Siria como Jordania tienen unos sólidos vínculos con Irak; tras su independencia amediados del pasado siglo, los tres países llegaron a sopesar fusionarse en un gran reino o federación hachemí. Aunque las relaciones entre Damasco y Bagdad se rompieron poco después del ascenso al poder de Sadam Hussein, Amman siempre mantuvo la buena vecindad.
Los iraquíes viven en un limbo legal en Siria y Jordania. Ninguno de los dos países son firmantes de la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 ni tampoco del Protocolo de 1967 y, en consecuencia, eluden pronunciarse en torno al estatuto jurídico de los residentes iraquíes o la duración de la protección que les ofrecen. Los consideran, simple y llanamente, invitados, lo que implica que tienen los mismos derechos y deberes que cualquier otro extranjero.
Los países receptores ponen numerosas trabas a los refugiados, especialmente en lo que atañe al trabajo. Tan sólo los que ejercen profesiones liberales pueden trabajar, lo que deja a un nutrido grupo de iraquíes fuera del mercado laboral. Esta circunstancia explica que sus condiciones de vida se hayan ido deteriorando a medida que se esfumaban sus ahorros o se interrumpían los envíos de dinero desde Irak, normalmente realizados mediante el sistema tradicional de la hawala o red intercomunitaria de préstamos y avales. Muchos se han visto abocados al mercado informal, que tiene sueldos inferiores y no requiere mano de obra formada. También son numerosos los casos de niños que sufren explotación laboral y de mujeres prostituidas por las mafias.
Además del trabajo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos contempla el derecho universal de los refugiados a la sanidad y la educación elemental. Siria y Jordania han permitido la escolarización de los refugiados, lo que ha saturado las aulas y colapsado el sistema educativo. Radhouane Nouicer, director del ACNUR en Oriente Medio, ha advertido: "Si hay dos millones de refugiados, esto implica unos 540.000 niños en edad escolar, lo que conlleva miles de nuevas aulas. Imaginemos un profesor extra por cada 60 niños: supone la contratación de 9.000 profesores con sus respectivos salarios. También se necesitan pupitres, sillas, libros y material escolare, con lo que sólo en educación se requieren decenas de millones de dólares".
Otra de las necesidades de los refugiados iraquíes es la sanidad, pero en la mayor parte de los casos deben conformarse con los servicios básicos, ya que los países de acogida son incapaces de prestar una atención psicológica personalizada para quienes sufren depresión y ansiedad como consecuencia de las situaciones extremas a las que han estado expuestos. Según una encuesta realizada por IPSOS en 2007, un 80% de los refugiados fue testigo de enfrentamientos armados; un 77% sufrió bombardeos aéreos o ataques con misiles; un 75% perdió a un familiar; un 72% contempló el estallido de un coche bomba; un 68% fue interrogado o coaccionado, y un 22% fue maltratado por parte de las milicias o los grupos armados.
La solidaridad inicial hacia los refugiados se ha ido replanteando a medida que crecía el temor a que esta presencia provisional se tornase en indefinida. No debe olvidarse que en Jordania, los refugiados -ya sean palestinos o iraquíes- superan con creces a los propios nacionales. Tras un periodo de gracia de tres años, las autoridades han endurecido su posición para tratar de frenar la llegada de nuevos refugiados. A partir de 2007, Siria y Jordania exigieron visados de duración limitada y un nuevo pasaporte que únicamente se emite en Bagdad, adonde muchos refugiados rehúsan acudir por falta de medios económicos o por temor a exponer su integridad física. Debido a estas medidas, miles de potenciales refugiados se han visto forzados a permanecer en Irak, convirtiéndose en desplazados internos.
Ante el agravamiento de la crisis, los países occidentales han reaccionado tarde y mal. El Comité de Rescate Internacional ha denunciado que los refugiados "no están recibiendo la debida atención y la ayuda necesaria. Mucha de la información sobre su situación es errónea y perpetúa ciertos mitos, como que los refugiados son ricos o que la crisis ha finalizado y que muchos están retornando a sus hogares en Irak". Más demoledor es un informe de Amnistía Internacional que interpreta que "la crisis es de proporciones trágicas, pero los gobiernos del mundo han hecho muy poco o nada para ayudar, incumpliendo así su deber moral y su obligación jurídica de compartir la responsabilidad de atender a las personas desplazadas. La respuesta mayoritaria a la crisis ha sido de apatía. Para justificar su falta de respuesta, los gobiernos han intentado divulgar una interpretación más esperanzadora de la situación en Irak y la crisis. Sin embargo, la retórica no cambia la realidad".
Aunque la seguridad ha mejorado, Irak no ofrece todavía las condiciones necesarias para un retorno masivo. Lo que iba a ser una presencia de tan sólo unos meses se ha convertido en un problema que va de camino de perpetuarse. El riesgo de palestinización de los refugiados iraquíes es evidente, ya que la comunidad internacional sigue relativizando el problema y respondiendo a la crisis de manera improvisada, poniendo el énfasis en la asistencia humanitaria más que en la búsqueda de soluciones políticas para evitar su sufrimiento.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor titular de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor de Siria contemporánea (Síntesis, 2009).
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