La frontera más caliente
La línea que demarca los límites entre Colombia y Venezuela ha dejado de tener el color negro tradicional de los mapas. Como un termómetro expuesto al sol, la línea se vuelve cada vez más roja.
La extensa frontera permeable al tráfico de combustibles, drogas y armas entre ambos países, ha visto subir su temperatura debido a la creciente intensidad que han venido tomando los cada vez más recurrentes conflictos entre los gobiernos de Hugo Chávez y Álvaro Uribe. El último fue el producido por el acuerdo militar de Colombia con Estados Unidos para fortalecer, con recursos humanos y tecnológicos, sus bases militares para la lucha contra las guerrillas y el narcoterrorismo dentro de su territorio. La situación ha llevado al presidente venezolano a amenazar, una vez más, con romper relaciones con Colombia y a asegurar “que se sienten vientos de guerra en la región”.
Es poco probable que el conflicto derive realmente en una guerra entre las dos naciones. Aunque es entendible la molestia de Venezuela por la instalación de militares de EE.UU. en Colombia, la cual es compartida por muchos en la región, está lejos de ser una causal legítima para iniciar una confrontación. De hecho, la misma Venezuela ha apoyado con recursos militares propios algunas bases del ejército boliviano en el pasado. Tampoco Venezuela está en condiciones de iniciar un conflicto bélico en este sentido: cada vez son más evidentes las presiones económicas que está enfrentando el gobierno venezolano, por lo que es muy poco probable que entre en un enfrentamiento directo por un tema que es considerado clave por Estados Unidos. No está de más recordar que EE.UU. es el principal comprador de petróleo venezolano y que la estructura de refinerías y comercial de Pdvsa tiene millonarias inversiones justamente para proveer de combustibles al mercado de ese país.
No obstante, la improbabilidad de una guerra no elimina el hecho de que hay que seguir con mucho cuidado cómo evoluciona el conflicto entre Colombia y Venezuela, a medida que crecen las desconfianzas y las inversiones militares de ambos. Y es que este episodio sintetiza muchas de las grandes dificultades de América Latina. Las profundas divisiones en las cosmovisiones políticas que coexisten en la región; la creciente debilidad de sus instituciones democráticas y la mediatización de la acción gubernamental; el efecto corrosivo del narcotráfico en los gobiernos; la incapacidad de las organizaciones internacionales de participar efectivamente para desactivar las crisis antes de que se produzcan; así como el desinterés de los países vecinales de buscar salidas al conflicto, apoyando a ambos lados al mismo tiempo.
Posiblemente este conflicto sea la oportunidad para Brasil de evolucionar en su rol de líder regional. Y es que hay un incentivo concreto para que lo haga. Tanto Venezuela como Colombia limitan con Brasil, y las escaramuzas que puedan llevarse en esa zona del continente, pueden afectar la estabilidad y control en grandes zonas de la Amazonía brasileña, en las que hoy incluso el enorme Estado de ese país tiene problemas para llegar.
La decisión de Brasil de participar más directamente en la solución de este conflicto, en un diálogo abierto con Estados Unidos y otras organizaciones internacionales (la Organización de Estados Americanos o Unasur, por ejemplo), podría ser la clave. Brasil cuenta con la confianza de ambos países y podría ser el canal adecuado para una comunicación que, por las desconfianzas y miedos mutuos entre venezolanos y colombianos, no logra ser concretada. No hay que olvidar que la Guerra del Cóndor que llevó a las armas a Perú y Ecuador, ocurrió de manera inesperada -después de más de 70 años sin guerra en el subcontinente-, y justamente porque los canales de comunicación se hundían en el escepticismo, mientras que el conflicto se elevaba. Una respuesta multilateral liderada por Brasil aparece como fundamental para llegar al desenlace pacífico que todos buscamos, y evitar los escenarios en que el conflicto directo sea más que una pequeña probabilidad.
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