El comunismo
En 1989 cayó el símbolo más importante del comunismo, el muro de Berlín. Millones de personas conocen las atrocidades cometidas por los nazis, pero relativamente pocos han oído de los millones de encarcelados, torturados y asesinados por gobiernos comunistas. Lo que la gente reconoce es que el comunismo fue un desastre económico.
Desde hace mucho tiempo, los economistas competentes saben que las economías dirigidas nunca funcionan porque es imposible que unos planificadores logren recabar toda la información sobre la oferta y demanda que obtienen las economías libres, a través del mecanismo de los precios. Sin embargo, el comunismo avanzó, sostenido por la corrupción, la apatía y, sobre todo, el miedo.
Es tentador pensar que las tragedias económicas del comunismo causaron su colapso, pero Cuba y Corea del Norte nos muestran que eso no es suficiente.
El colapso del comunismo en Europa fue el resultado de una revolución moral, una insurrección forjada por el cristianismo y demandas de que los gobiernos respeten la dignidad de las personas.
Las raíces de la insurrección fue la lucha por la libertad de la Iglesia Católica en Polonia y la proclamación de una visión del hombre muy diferente a la del marxismo.
No sorprende que los fríos y grises personajes del Kremlin se asombraran de que un polaco había sido escogido para ocupar la Silla de Pedro en el Vaticano. Fue un mensaje que le dio a la gente el valor de levantar sus cabezas, recordándoles que el Estado existe para ellos y no ellos para el Estado. El mensaje les dejaba claro que la libertad religiosa es una deuda del Estado para con ellos y que poseían lo que Juan Pablo II llamó “el derecho a la iniciativa económica”. Por consiguiente, las estructuras comunistas —de tipo leninista, maoísta, latinoamericana o africana— son absolutamente incompatibles con una auténtica libertad.
Nadie expone su vida por mayor eficiencia o utilidad. Pero la gente sí expone la vida por amor y por la libertad. No existe testimonio más grande de esa disposición a rechazar el mal que los millones de cristianos que se congregaron a recibir al Papa Juan Pablo II, cuando visitó Polonia en 1979. Y ocho años más tarde, uno de aquellos individuos encarcelados por los comunistas se convirtió en presidente de Polonia –Lech Walesa–, el primer anticomunista en ocupar ese cargo desde la Segunda Guerra Mundial.
Dos décadas más tarde, la libertad en Europa se encuentra nuevamente amenazada. La decadencia de la economía refleja la poca voluntad de muchos Gobiernos europeos de tomar en serio la libertad económica. La libertad política también está bajo ataque del fundamentalismo secular que permite a los anteriores funcionarios comunistas ocupar cargos de comisionados en la Unión Europea.
La Unión Europea está muy lejos convertirse en uno de los sistemas comunistas del pasado, pero las tendencias totalitarias permanecen vivas en Europa. Si algo nos enseña la muerte del comunismo es que la libertad fundamentada en la verdad vence consistentemente a sus oponentes porque la libertad auténtica engendra vida, mientras que el totalitarismo es el camino a la muerte.
El autor es Director de investigaciones del Acton Institute
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