Todos los caminos conducen a Woodstock
El verano llega a su fin y se lleva la estela del cuadragésimo aniversario de Woodstock. Para quienes vivieron los tres días de agosto de 1969 que hicieron historia, ha sido un año de revival nostálgico y en las librerías proliferan las obras que desempolvan los borrosos recuerdos de un evento musical que desbordó todas las predicciones.
El chiste recurrente que ilustra lo que aconteció en la finca del granjero Max Yasgur, situada en el estado de Nueva York, es que si se tiene memoria de lo que ocurrió aquel fin de semana, quiere decir que uno no estuvo allí. Lo que sí sabemos es que unos 400,000 jóvenes bailaron y escucharon música durante tres días y tres noches, muchos de ellos poseídos por el influjo de drogas sicodélicas.
La generación de la Era de Acuario evoca con esta conmemoración un episodio mítico en la memoria colectiva de los baby boomers, hoy melancólicos sexagenarios. Precisamente Michael Lang, el artífice que dio origen al proyecto de Woodstock y unos años antes al Miami Pop, ha escrito junto a la periodista Holly George-Warren unas memorias que rescatan el lado soñador de una aventura que comenzó con ánimo empresarial. En The Road to Woodstock (Harper Collins) Lang relata cómo se gestó un concierto que en un principio sólo pretendía ser un encuentro musical en un entorno bucólico apto para hippies.
Se trata de un libro de fácil lectura porque el autor no finge pretensiones literarias de altura, sino que cuenta con sencillez los obstáculos que enfrentó su entourage: la desconfianza de los habitantes de Bethel ante la invasión de unos jóvenes con vestimenta estrafalaria y afición por la marihuana. La falta de apoyo por parte de las autoridades y los malos augurios de una prensa que vaticinaba un desastre de grandes dimensiones. Las gestiones a contrarreloj para pagarle a The Who, Jefferson Airplane o Crosby, Stills, Nash and Young. En fin, la complicada logística que requería reunir a una multitud que conviviría a la intemperie durante 72 horas.
Woodstock fue una mezcla de inventiva, arrojo, imprudencia, camaradería y buena suerte. Aunque a Lang le atraía el lema de «Haz el amor y no la guerra'', su propósito era generar ingresos cobrando la entrada al festival. Otra cosa bien distinta fue lo que ocurrió cuando las carreteras colapsaron por la interminable caravana de chicos y chicas que, seducidos por el flautista de Woodstock, no querían perderse el maratón de sexo, drogas y rock & roll durante un fin de semana mágico. Los promotores no podían imaginar las consecuencias de una acampada que llegó a parecer un ejército de ocupación. Tampoco sospecharon que llovería incesantemente y que el campo se transformaría en un inmenso lodazal con las vallas derribadas y sin casetas para la venta de boletos. Ante la avalancha humana, Michael Lang y sus socios tuvieron que renunciar a su espíritu capitalista y se vieron obligados a ofrecer un concierto gratis por el que desfilaron figuras que poco después serían legendarias: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Carlos Santana o Joe Cocker.
ueron tres jornadas intensas, vibrantes y cargadas de anécdotas agridulces: mientras los muchachos danzaban bajo la lluvia, Janis Joplin se pinchaba heroína por los rincones antes de tomar aliento para alzar su voz desgarrada. Temeroso de que el público se electrocutara por el contacto del cableado con el agua, uno de los organizadores se juró suicidarse si aquello desembocaba en tragedia. Sin embargo, para sorpresa de casi todo el país y alivio de muchos padres, el lunes 17 de agosto el Festival de Woodstock concluyó sin un solo incidente fatídico. Jimi Hendrix cerró el espectáculo con una prolongada jam session que le supo a gloria a aquellas huestes empapadas y hambrientas que dejaron la explanada como una zona de catástrofe tras el paso de Atila y su ejército. Cuatro décadas después, Michael Lang se ha tenido que conformar con un libro porque en esta ocasión no consiguió sponsors dispuestos a invertir en otro megaconcierto.
Dentro de diez años el cincuentenario de Woodstock se habrá difuminado aún más en las nubes del tiempo. Para entonces aquellos hombres y mujeres que se divirtieron de lo lindo un fin de semana de agosto del 69 estarán instalados en la ancianidad. Pero en la finca del granjero Max Yasgur se sintieron eternamente jóvenes. Han vivido para contarlo.
C) Firmas Press
- 23 de julio, 2015
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