En las cosas del César
Es curiosa la figura del sacerdote-líder-de-opinión-política que sigue proliferando en tantos escenarios latinoamericanos. Tiene un cierto fondo mágico-religioso, un sabor a civilización primitiva, un eco, en fin, de lecturas de la voluntad divina en las vísceras de algún animal sacrificado. Porque, naturalmente, aunque aparezca vestido de civil y luciendo unos lentes, una jerga y hasta unos títulos muy tecnócratas, el sacerdote que usa su posición de tal –esto es, el púlpito, su llegada a los fieles o hasta el "padre'' que antepone a su nombre– para decir lo que es bueno y malo en temas políticos, actúa bajo la implicación, consciente o no, de que lo que dice es lo que va con los preceptos de su religión y, en última instancia, del Dios del que es ministro.
Si no fuese por esta implicación, sus opiniones no tendrían relevancia especial ni carátulas: tendrían simplemente la difusión que su calidad argumentativa y su brillo expresivo les pudiesen conseguir (es decir, muchas veces, ninguna), como sucede con los pareceres de cualquier ciudadano que ni está en el poder ni aspira realistamente a él.
En otras palabras, el protagonismo político de clérigos, conferencias episcopales y cardenales está fundado en una confusión, en el mejor de los casos, o en un engaño, en el peor. La confusión –o el engaño– que supone creer –o hacer creer– que el orden sacerdotal también confiere a su recipiente un don especial para vislumbrar lo que conviene respecto de cosas como la inversión minera, la memoria histórica o las instituciones democráticas. Cuando sólo las pueriles concepciones económicas que difunden tantos clérigos o las terribles diferencias de opinión política que existen incluso entre las mayores autoridades eclesiales –y entre organizaciones religiones enteras, como, paradigmáticamente, el Opus Dei y los jesuitas– deberían ser suficientes para disipar el error.
Y es que, claro, Jesús se cuidó muy bien de hacernos saber que su reino no era el del César y en los preceptos evangélicos hay, consecuentemente, suficiente espacio en estas cuestiones como para que dos personas puedan ser al mismo tiempo dedicadísimos pastores de almas y tener opiniones encontradas respecto de cuáles son los mejor medios para lograr el bienestar material (la seguridad, la salud, la educación, el trabajo bien remunerado, etc.) de las personas (que es de eso de lo que trata, sobre todo, la política).
Hace poco, monseñor Cipriano, el cardenal primado del Perú, lo puso muy bien cuando criticó al padre Marco Arana, conocido activista antiinversiones mineras, diciendo que "un sacerdote no puede revestirse de su autoridad sacerdotal para tener opciones opinables'' y especificando que en asuntos "como un proceso electoral o temas mineros no hay voluntad de Dios''. Aunque lo dice, lamentablemente, sin autoridad moral: nunca ha tenido empacho para ventilar sus opiniones políticas y hacer saber a los peruanos a quién apoya y a quién no.
Es también por el bien de la propia fe, por otra parte, que los sacerdotes deben abstenerse de ser figuras políticas. En su larga historia nada ha desprestigiado más a la Iglesia que sus coqueteos con el poder temporal. Baste recordar, por ejemplo, al mismo cardenal Cipriani atacando a los observadores internacionales en el 2000, cuando estos decían que se preparaban en el Perú unas elecciones fraudulentas (las mismas de las firmas falsas de los partidos fujimoristas y la prensa comprada por Montesinos) para saber por qué.
Para un país, pues, resulta un excelente termómetro del bienestar de su democracia y del de la verdadera misión de su Iglesia, a la vez, el número de clérigos que aparecen en sus periódicos: cuantos menos hay, mejor les va a las dos.
- 23 de enero, 2009
- 24 de diciembre, 2024
- 3 de julio, 2015
Artículo de blog relacionados
- 19 de noviembre, 2024
- 7 de agosto, 2007
Instituto Juan de Mariana Si por algo está teniendo tanto éxito La filosofía...
9 de febrero, 2022La Nación Es notable, por no decir dramático, el contraste entre el protagonismo...
15 de agosto, 2012