Estados Unidos, China y el nuevo orden económico
16 de septiembre, 2009
16 de septiembre, 2009
Estados Unidos, China y el nuevo orden económico
Durante la cena que puso el punto final al diálogo estratégico y económico a nivel ministerial celebrado en Washington hace poco, los cuatro responsables de Unidos y China manifestaron su intención de cooperar con una vehemencia que no había visto en los casi 40 años transcurridos desde 1971, cuando los dos países reanudaron los contactos. Y es bueno que fuera así, porque en la próxima década verán su visión y capacidad de adaptación radicalmente desafiadas.
Según están las cosas, el diálogo anual se centra inevitablemente en los problemas del momento. Por útil que sea esto, el principal problema para una relación que el presidente Obama ha descrito como igual de importante que cualquier otra en el mundo es encontrar un punto de vista común con respecto al nuevo orden económico.
La suposición de que el final de la recesión restaurará el sistema económico global conocido pasa por alto la agitación psicológica y política que ha tenido lugar. Una inmensa marea de liquidez, unida al apetito de Estados Unidos por los bienes de consumo, despachó una ingente cantidad de dólares hacia China, la cual, a su vez, nos los prestó después para que pudiéramos comprar más. Antes de la crisis, China había enviado montones de expertos a Estados Unidos e invertido en las principales instituciones financieras estadounidenses para aprender los secretos de un sistema que parecía generar un crecimiento mundial permanente con poco riesgo.
La crisis económica ha hecho tambalearse esa confianza. Las autoridades económicas chinas han visto cómo el sistema financiero estadounidense sometía a fluctuaciones posiblemente catastróficas toda una década de ahorro chino. Para proteger el valor de su inversión en bonos del Tesoro estadounidense y sostener su economía impulsada por las exportaciones, China se ve obligada a mantener la mayor parte del billón de dólares que tiene en bonos.
La consecuencia inevitable de esto es ambivalencia tanto en China como en Estados Unidos. Por un lado, las dos economías dependen cada vez más una de la otra. A China le interesa en gran medida una economía estadounidense estable y, preferiblemente, en expansión.
Pero también le interesa cada vez más reducir su dependencia de las decisiones estadounidenses. Puesto que la inflación y la deflación estadounidenses se han convertido en una pesadilla tan terrible para China como lo son para Estados Unidos, los dos países se enfrentan a la imperiosa necesidad de coordinar su política económica. Como principal acreedor de Estados Unidos, China tiene un grado de apalancamiento económico sin precedentes en la experiencia estadounidense. Al mismo tiempo, en ambos bandos se da una ambivalente combinación de búsqueda de un radio más amplio de decisión independiente.
Varias maniobras chinas reflejan esta tendencia. Las autoridades chinas se sienten más libres que antes para ofrecer consejo público y privado. China ha empezado a desarrollar su comercio con India, Rusia y Brasil utilizando las respectivas divisas de estos países. La propuesta del gobernador del Banco Central chino de crear gradualmente una divisa de reserva alternativa es otro ejemplo que viene al caso. Muchos economistas estadounidenses restan importancia a esta idea. Pero sale a colación en tantos foros, y China ha demostrado tantas veces su extraordinaria paciencia a la hora de llevar a cabo sus proyectos, que deberíamos tomarla en serio. Para evitar que nos deslicemos poco a poco hacia políticas enfrentadas, es necesario reforzar la influencia china en el proceso de toma de decisiones.
La idea convencional sobre un nuevo orden económico mundial crea otra necesidad imperiosa de coordinar las medidas económicas de largo alcance. Según esta idea, la economía mundial recobrará su vitalidad en cuanto China consuma más y Estados Unidos, menos. Pero cuando ambos países empiecen a seguir esa receta, el marco político se verá inevitablemente alterado. Un Estados Unidos que consuma menos reducirá sus importaciones a China. A medida que las exportaciones chinas a Estados Unidos disminuyan y China empiece a centrar su economía en consumir más y en aumentar su gasto en infraestructura, surgirá un orden económico diferente. Conforme vaya cambiando su modelo comercial, China dependerá menos del mercado estadounidense, y su influencia política se verá aumentada porque los países vecinos dependerán cada vez más de los mercados chinos.
Definir conjuntamente el futuro a largo plazo no será fácil. Históricamente, China y Estados Unidos han sido potencias hegemónicas capaces de establecer sus programas políticos de forma básicamente unilateral. No están acostumbrados a que unas alianzas estrechas o los procesos de consulta restrinjan su libertad de acción sobre la base de la igualdad. En las ocasiones en que han formado parte de alianzas, han tendido a dar por hecho que el manto del liderazgo les pertenece y han hecho gala de un grado de dominio que resulta inconcebible en la nueva asociación sinoestadounidense.
Para que esta iniciativa funcione, los líderes estadounidenses deben resistirse al espejismo de una política de contención inspirada en las reglas del juego de la Guerra Fría y China debe guardarse de seguir una política encaminada a reducir los presuntos planes hegemónicos de Estados Unidos y de la tentación de crear un bloque asiático para ese fin. Al final, el enfrentamiento extenuará a ambas sociedades en detrimento del bienestar mundial, del mismo modo en que la Primera Guerra Mundial extenuó a Europa. Problemas que únicamente pueden abordarse desde una base mundial, como la energía, el medio ambiente, la proliferación nuclear y el cambio climático, requerirán una visión común del futuro.
En el otro extremo, hay quien sostiene que Estados Unidos y China deberían constituir un G-2. Sin embargo, un hipotético organismo regulador mundial constituido por chinos y estadounidenses no beneficia a ninguna de las dos naciones ni al mundo. Los países que se sientan excluidos podrían caer en un nacionalismo rígido justo en el momento en que lo que se precisa es una perspectiva universal.
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