La visión larga, larguísima…
“Roma no se hizo en un día”, solían recordarnos con un viejo refrán.
Por la misma razón que nunca ha sido aconsejable improvisar un rascacielos sobre cualquier arena.
Ni tampoco esperar una vista de nuestro planeta desde el ángulo de los astronautas al capricho repentino de cada cual.
Freud ya nos lo aclaró hace tiempo: el niño se frustra con tan sólo la espera de un segundo porque obedece a los apremios inconscientes del “principio del placer”, el adulto, en cambio, sí sabe esperar porque obra bajo las expectativas del deliberado “principio de la realidad”.
Cuánto de niño nos queda, y cuánto de adulto hemos ganado, nos lo reflejan lo corto del plazo o lo largo de nuestras respectivas visiones individuales.
Y así escogemos profesiones que suponen imprescindiblemente al adulto en nosotros. La del educador, por ejemplo, o la del médico, o del ingeniero, o del arquitecto.
Otras hay, en cambio, que apuntan al niño que nunca dejamos de llevar dentro. Son aquellas que nos “entretienen”, la de los payasos del circo, por ejemplo, o la de los comediantes del celuloide, o inclusive la de los chismosos por puro ocio, o la de los apostadores empedernidos en los juegos de mesa, o la de los bufones políticos, o la de los “poseros” religiosos (y la de los vanidosos “ateos” que se les contraponen)…
¿Cómo distinguir entre ellas?
Lo mismo: por lo largo o lo corto de las visiones que las sustentan.
Las hay incluso más fáciles de identificar. El fomento del ahorro, por ejemplo, responde necesariamente para cualquiera a una visión del largo plazo; y su obverso, el amontonamiento de deudas impagables (la genuina realidad de la bancarrota), a actitudes habitualmente corto placistas.
El sabio respeto hacia la lenta evolución natural de las cosas deriva de una visión muy experimentada, típica en el adulto. Precipitarse a las “medidas de hecho” para cambiar el mundo que no nos gusta es, ¡gran lástima!, el infantil despilfarro por excelencia de recursos por definición escasos.
Como un capital, o un prestigio, que no se logran sino al cabo de muchos años de renuncias. Y para la quiebra, por desgracia, basta un instante equivocado.
Cada vida productiva es fruto de innumerables actos de generosidad de generaciones que le precedieron y que permanecerán en su mayoría anónimas para el beneficiado. Esa vida concreta, sin embargo, de todas maneras siempre quedará expuesta a que se la destruya de un balazo, ¡en un segundo!, por obra de un irresponsable e infecundo.
También los pueblos pueden ser caracterizados de adultos e infantiles. En los primeros prima la visión realista, y como un resultado de tantos se tornan en los conocidos acreedores de los demás. Estos últimos, al contrario, instalados en las cómodas visiones que les “entretienen”, se dejan llevar hacia el crónico endeudamiento colectivo.
Y no porque les sea congénito. El mismo pueblo que se amparó un día en la historia bajo una generación de héroes puede degenerar bajo otra de cobardes.
El proyecto ProReforma parcial de la Constitución vigente se me antoja como el de adultos que se dirigen a adultos, pero que al principio tropiezan con los ruidosos atavismos infantiles de quienes todavía vegetan en la inercia del corto plazo.
Por eso habrán de ajustarse los cinturones para un prolongado viaje cuesta arriba en un tren constitucional obsoleto e incómodo, el único, sin embargo, que les es accesible para llegar, tenaces, a esa lejana meta de un auténtico Estado de Derecho en Guatemala.
La naturaleza nos alienta con un recordatorio vital para ello: tenemos hijos y nietos; al igual que a nuestro turno aún contamos con la herencia de luces y sombras que proyectan sobre nuestras vidas padres y abuelos.
La revelación divina, encima, nos confirma que estamos adornados con talentos diferentes para lograrlo entre varias generaciones sucesivas.
Y esta, al fin y al cabo, y no otra, ha sido la realidad de los adultos desde siempre.
- 23 de enero, 2009
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