La democracia que aún hace falta en China
La China roja cumple 60 años, y sus autoridades han celebrado hoy, con un vistoso desfile, el triunfo de Mao Tse Tung (o Dong, que da lo mismo) en 1949 que dio lugar al establecimiento de una de las tiranías más atroces y sanguinarias de la historia. Unos 60 millones de muertos costó el experimento maoísta que terminó en fiasco, como es el destino de todos los regímenes marxistas.
El caso particular de China suele esgrimirse como una excepción a este fracaso universal: los chinos optaron por seguir siendo comunistas y, sin embargo, progresaron, dejando con ello alguna esperanza a los nostálgicos de este ordenamiento social. Si en China se pudo, ¿por qué no en Cuba?
La verdad es que a los comunistas chinos sólo les queda el nombre, algunos trapos rojos y el enorme retrato de Mao en la plaza de Tiananmen. En la práctica, hace tiempo que se transformaron en fascistas, lo cual los hace eficientes y peligrosos. Mientras fueron comunistas de veras, andaban uniformados con sus chaquetas azules y sumidos en el letárgico atraso que siempre engendran las dictaduras de su clase.
Suelo decir que lo mejor del comunismo es su probada ineficacia. Desafortunadamente, al fascismo no pueden apuntársele esas debilidades. La alianza del partido único con el gran capital (que es la esencia del régimen fascista y que es exactamente lo que ha ocurrido en China) puede ser peligrosamente eficaz. No es verdad que la democracia sea una condición imprescindible del progreso, sobre todo en el orden económico; el ingrediente que no puede faltar en la fórmula es la iniciativa empresarial, y los comunistas chinos que desmontaron la ortodoxia maoísta se dieron cuenta que podían abrirles las puertas al capital sin ceder el monopolio del poder, aunque sí transformándose dentro de él.
Así salió este engendro de la China contemporánea que, gracias a la explotación de sus vastos recursos naturales y a la oferta de una gigantesca fuerza laboral, ha llegado a ser la economía emergente más pujante del presente siglo, a la que algunos auguran –no sé cuan temeraria o prematuramente– el convertirse en la primera superpotencia del planeta en el transcurso de unas cuantas décadas.
Si creyera que Dios interviene directamente en los hechos históricos, esta sola idea –la de la hegemonía china– me haría decir «Dios no lo permita''; pero creo, más bien, que librados de Su mano, corresponde a las grandes democracias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, evaluar seriamente el peligro creciente de China y tomar todas las medidas pertinentes para conjurarlo.
No pienso, desde luego, que yo sea el único que advierte esta amenaza, sino, más bien, que la misma debe ser ya objeto de numerosos estudios en agencias nacionales e internacionales que, ante la vertiginosa expansión de China en todos los órdenes, deben de estar concibiendo el modo de frenarla. Para algunos «halcones'', la solución militar no es aún descartable. Aunque un conflicto de esta índole con China podría escalar hasta la guerra atómica, Estados Unidos aún hoy podría resultar vencedor; no así de aquí a treinta o a cuarenta años. Las «palomas'', en cambio, apuestan que la mayor capitalización de China terminará por instaurar la democracia, receta que no me parece tan segura.
Entretanto, el gobierno de China celebra seis décadas de totalitarismo, que es, en definitiva, lo único que ha tenido continuidad en ese país a lo largo de todos estos años. El proyecto colectivista de Mao fracasó sangrienta y ruidosamente con la llamada «revolución cultural''. Pocos años después, el revisionismo de Deng Xiaoping engendraría el actual estado fascista, que cuenta con todos los ingredientes de la Alemania nazi en un país enorme y con una población veinte veces mayor. Sólo la democracia –y no el capitalismo, que puede aliarse con la tiranía– puede impedir esta catástrofe.
(C)Echerri 2009
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