El oro del César
A mediados de mayo de 2002, los entonces presidentes del Gobierno, José María Aznar, y el de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, inauguraron con pompa y boato la remodelación del intercambiador de transportes de Nuevos Ministerios. Entre las principales novedades que presentaba, una terminal de facturación que permitiría a los usuarios del aeropuerto dejar las maletas en el centro de Madrid, y libres de bultos, dirigirse a tomar sus vuelos. Sobre el papel era un sistema cómodo y rentable y las autoridades públicas, la Comunidad y el Ministerio de Fomento, seguros de su éxito, lo publicitaron con exceso. Pero la realidad es cabezona. Siete años después los mostradores de facturación permanecen cerrados.
Cualquier empresa que con su dinero hubiera acometido tal proyecto, además de cesar o despedir a los responsables, hubiera analizado las razones del fracaso. Pero los poderes públicos no juegan con su dinero, sino con el del contribuyente, y los fracasos raramente tienen un precio político. Pese a las previsiones, a la gente no le gustaba dejar sus maletas tan lejos de los aviones en los que iban a embarcar. Pero la ineficacia iba más allá, el trazado del metro sólo llegaba a las terminales que en ese momento existían. Cuando el Ministerio de Fomento inició y construyó la terminal T4, que acaparó Iberia, la facturación en Nuevos Ministerios dejó de tener sentido, pues este medio de transporte no llegaba hasta allí. La aerolínea española anunció su intención de no facturar en estos mostradores, dada la dificultad logística de llevar las maletas a la T4 y poco después el resto de aerolíneas siguieron su ejemplo.
La terminal de facturación fue un rotundo fracaso, pero en muchos casos es difícil establecer cuando una obra pública es rentable o no, porque no vende nada. Por mucho que la M-30, autopista de circunvalación de Madrid, sea usada por miles de usuarios todos los días es difícil establecer si semejante infraestructura podría generar beneficio. La remodelación que ha acometido el ahora alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, para mejorar su trazado y reducir los problemas de atascos y accesibilidad ha endeudado a los madrileños que deben en su conjunto más de 7.000 millones, hipotecando así la capacidad de futuras administraciones, pero sobre todo, arrebatando a los ciudadanos la capacidad de invertir ese dinero en negocios o actividades que sí que son rentables, que son los que generan empleo y riqueza.
Otro macroproyecto de Alberto Ruiz-Gallardón, la celebración de los juegos olímpicos en 2016 que se ha llevado Río de Janeiro, ha tenido un fin que no ha sido de su agrado, pero ha evitado que la deuda de Madrid se haya disparado aún más. De todas formas, la promoción ha costado a los madrileños la no desdeñable cantidad de 17 millones de euros, cantidad que, invertida en negocios rentables, hubiera ayudado a hacer más llevadera la grave crisis financiera que sufre España.
Y quién paga estos excesos si no los contribuyentes, los ciudadanos. Tanta deuda no ha traído otra cosa que un incremento de impuestos, (IBI, tasa de la basura) y un sospechoso aumento del número y la cuantía de multas. Los ayuntamientos, los ministerios, no tienen otras formas de financiarse salvo la enajenación de sus activos, como el uso del suelo y que tras la burbuja inmobiliaria ha perdido valor. No venden nada y no entienden de rentabilidad. Sólo tienen planes, una burocracia que alimentar, cada vez mayor y en el peor de los casos, un megalómano o un visionario al mando. El oro del César es el de todos, pero lo maneja uno, para nuestra desgracia.
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