La esperanza alza el vuelo desde cada uno
Unos cambios mínimos en el proceso de postulación y selección de magistrados espolean de momento cierto optimismo entre los jóvenes idealistas que, por fortuna, todavía son legión.
En lo que a mí respecta, esta experiencia me ratifica en la esperanza de que el cambio radical (para mejorar en Guatemala) desatará un tsunami de adicionales iniciativas y logros, una vez aprobada la reforma parcial de la Constitución (www.proreforma.org.gt).
Lo que, además, nos permitiría superar ese difuso pesimismo cultural que aflora sobre todo entre muchos de nuestros columnistas de opinión de la prensa diaria.
“El malestar con la cultura” es tema de vieja data, al menos desde los tiempos de Nietzsche. Freud le dedicó un análisis traducido al castellano con ese mismo título, y Oswald Spengler para muchos se erigió en su oráculo a través de su Decadencia de Occidente.
Ahora quisiera añadir aquí unas reflexiones desde el horizonte de mi querida Guatemala.
Estimo que la aprehensión emocional de creernos o no creernos los arquitectos de nuestras propias vidas influye decisivamente en nuestros respectivos estados de ánimo. Lo afirmo no desde la pericia de un profesional de la psicología como Raúl de la Horra, sino desde la impresión mucha más modesta de vivencias acumuladas a lo largo de una vida longeva.
Pues he visto repetidamente que para quien se sabe capaz de afrontar los desafíos que cabe razonablemente esperar de la competencia universal por “espacio vital”, la tónica de sus visiones suele ser optimista. Para quienes, en cambio, se creen atados de pies y manos, y entregados a fuerzas ciegas e impersonales, su humor deriva con frecuencia hacia una amarga resignación, o, peor aún, hacia un pesimismo desesperado.
Esta generalización puede ser tachada de simplista. Porque descuenta, evidentemente, otros innumerables factores de índole genética y social que habrían de tenerse en cuenta.
De acuerdo. Pero me remonto a un dato meramente sociológico: el de las actitudes tan diferentes entre empresarios y asalariados ante una crisis. Los primeros dispuestos a ensayar nuevos riesgos para mantener o ganarse posiciones competitivas de vanguardia; los segundos, en cambio, conformes a su relegación a los lugares anónimos de la retaguardia del mercado, con tal de retener un ingreso pequeño, pero periódico y seguro.
De ahí la confianza en sí mismo que exuda tanto audaz empresario, movido ya sea por la variedad de las iniciativas “disponibles”, ya sea por su más elemental capacidad de rebote, incluso cuando los demás dudan de él. Así mantiene incólume su esperanza en creerse el dueño de su destino bajo cualquiera constelación de circunstancias, favorables o adversas.
Quienes se alistan para trabajar por cuenta ajena ofrecen sus especializados perfiles al mejor postor, y cosechan de lo que los emprendedores han sembrado, insertados en cuanto mano de obra imprescindible en la rueda productiva puesta en marcha por otros. De ahí que se muestren tan propensos a la exaltación o al pánico, según se sientan zarandeados por fuerzas “ocultas” o que se les antojan remotas e invencibles.
Un rasgo paralelo he detectado entre los exiliados por cualquier causa y entre los emigrantes.
En último análisis, sostengo que retratan el fenómeno psicológico de la “proyección”, de adentro hacia afuera. Lo que ya recogía el viejo refrán: “Cada uno habla de la feria según le fue en ella”.
Al “optimista” lo tengo por más apegado a los flujos de adrenalina que se desprenden de los inevitables altibajos de la vida.
Y a los “pesimistas”, paralizados por el “mal de las alturas”, o por cualesquiera de las demás “fobias” de que nos hablan los expertos en conducta humana.
Los hombres y mujeres que se gozan en su libertad se comportan, pues, como “dionisíacos” que aceptan de antemano el triunfo y el fracaso, sin dejarse arrastrar al largo plazo por esos dos impostores. Situémonos entre ellos.
- 23 de enero, 2009
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