Olga Guillot y la libertad
Olga Guillot cumplió año. Olga es la mejor cantante de boleros que se ha subido a un escenario. Ocurrió hace unos días. Fui a darle un beso, junto a mi mujer y un pequeño grupo de amigos y familiares. La admiro intensamente y ella lo sabe. Tampoco ignora que estuvo junto a mí en el momento más dramático e inolvidable de mi vida. Luego lo explico.
¿Cuántos cumplía Olga? No sé. Muchos. Más de ochenta. Muy orgullosa, me enseñó las piernas y, en efecto, eran de una mujer mucho más joven. También tiene la pasión y la cabeza de una muchacha. Cenamos y nos despedimos. Dos días más tarde amanecí estremecido con la noticia, felizmente falsa, de que Olga había muerto. Fue una broma macabra, o una confusión. Nunca se aclaró. Y entonces me propuse escribir lo que ahora cuento.
Yo amo los boleros. Tengo un oído popular cultivado en las viejas victrolas de La Habana. También amo los tangos, los valsecitos peruanos, las baladas, las viejas canciones americanas o italianas y el jazz, pero crecí oyendo, bailando (torpemente) y disfrutando boleros, un género español que en el último cuarto del siglo XIX los cubanos perfeccionaron, acompañados de guitarras, ron y percusión, sobre todo ron, y que luego saltó al resto de América.
Olga es contralto. No abundan las contraltos. Tiene una voz grave y hermosa, rara, muy potente, con la que vocaliza como nadie. Pero su voz extraordinaria, única, no es más importante que su temperamento, su gesticulación, el movimiento de sus manos, sus contorsiones y, sobre todo, su interpretación de las canciones. Olga es una cantante que actúa. O una actriz que canta maravillosamente. Por eso el bolero es su cauce natural de expresión. Los boleros (como los tangos) son narrativos. Cuentan historias de amores felices o contrariados. Hablan de desencuentros, de traiciones, de celos incontrolables, de placeres eróticos.
Cuando Olga, en el bolero, rompe con un amante, se transforma en un animal herido y triste capaz de morder con fiereza. Cuando goza, se adivinan sus gemidos de placer. Ningún intérprete defiende el texto con la emoción con que Olga lo hace. El crítico venezolano Blanco Fombona, tras leer la poesía de Juana de Ibarbourou, estrenó un adjetivo para calificarla: clitórica. De algunos boleros cantados por Olga se pudiera decir lo mismo. Transmiten la cálida humedad de una mujer enamorada. Por eso hizo escuela. Lola Flores, que la admiraba mucho y fue su amiga, tomó de ella algunos gestos. En la cubana también había algo de gitana apasionada y ferviente. Tenía duende, tronío, carácter.
Y ahora mi historia con Olga. En mi adolescencia, como tantos muchachos de mi generación, yo asociaba a Olga con «el momento más oscuro'', que decía Manzanero de los novios. Pero llegó la dictadura comunista y con ella, contra ella, comenzó la resistencia estudiantil y, como otros miles de jóvenes, acabé en la cárcel condenado a veinte años, pese a que sólo tenía diecisiete, acusado de algo tan vago como «conspirar contra los poderes del estado''.
En aquella celda, el preso político más joven tenía once años y los mayores diecisiete. La cárcel, en las afueras de La Habana, se llamaba «Piti Fajardo'' (antes conocida como «Torrens'') y, además de los guardias regulares, nos custodiaban antiguos presidiarios comunes. A uno de ellos, que trabajaba en un taller, por el equivalente de un dólar le compré una hoja de sierra para cortar los barrotes y tratar de evadirme. Era un plan bastante disparatado.
La noche elegida –marzo de 1961– comencé mi trabajo febrilmente, pero el ruido y la vibración eran excesivos. El guardia cabeceaba tras la reja de la entrada con su fusil entre las piernas. Puse la radio y le subí el volumen. Era un programa dedicado a Olga Guillot (luego prohibieron sus canciones). Mientras cortaba el barrote, escuché Tú me acostumbraste, La noche de anoche, No, La gloria eres tú… No puedo recordarlas todas, pero fueron muchas. Trataba de pensar en Olga y en las letras de las canciones para reducir el estrés, nombre elegante tras el que escondía un miedo atroz a que me descubrieran. Finalmente, el barrote cedió. Creo que Olga en ese momento le pedía a su amante que le mintiera porque su maldad la hacía feliz.
odo sucedió muy rápidamente. Sólo dos prisioneros, Rafael Gerada y yo, conseguimos saltar antes de que se diera la voz de alarma. Corrimos velozmente en dirección de una zona boscosa. La voz de Olga se iba apagando en la distancia y se mezclaba con los gritos de los soldados y los ladridos de los perros cimarrones. Mágicamente, todo salió bien. Desde entonces, cada vez que la veo, cada vez que la oigo, la asocio a una emoción muy fuerte. Olga es la libertad. Mi libertad.
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