Copacabana Palace o Caracas Hilton
Allá por el año 2004 tuve la posibilidad de viajar en el Tango 01 con el entonces presidente Néstor Kirchner y su esposa, en ese momento senadora Cristina Fernández, a la ciudad de Caracas, en el marco de una de las tantas visitas que el matrimonio ha hecho por estos años a la capital venezolana. Nuestra estadía no se prolongó más allá de unas veinticuatro horas, tiempo suficiente para advertir que independientemente de las ventajas del petróleo a buen precio, el modelo chavista dejaba mucho que desear y mucho más aún que temer.
Como síntesis de lo anteriormente expuesto he aquí una serie de circunstancias que ilustran lo mencionado. Como muestra de la polarización que ya caracterizaba a la sociedad venezolana por aquellos días, recuerdo un episodio tan insólito como elocuente. Cuando las personas encargadas del ceremonial le ofrecieron a la comitiva presidencial argentina opciones de restaurantes a los que nuestro presidente y su esposa podrían concurrir, se les indicó adicionalmente que se trataba de ‘restaurantes de la oposición’. Enterado de esta absurda situación me pregunté cómo será la ‘oposición gastronómica’ y si el ideologísmo podría llegar a un extremo, tal que haría posible almorzar papas fritas de derecha o cenar empanadas de izquierda.
En mi breve estadía viví un compendio de episodios propios de un país con tintes anárquicos de violencia latente, desorden manifiesto y enfrentamiento permanente. A la puerta del hotel donde la delegación argentina (incluido quien suscribe) se alojaba y a metros de la sede del encuentro de los presidentes, el teatro Teresa Carreño, asesinaron a una persona. A pocas cuadras del lugar me tocó cubrir en directo una manifestación de la oposición que fue reprimida severamente por las fuerzas de seguridad a fuerza de palos y gases, de los que también fui víctima. Muy cerca de ahí, las fuerzas de choque ‘bolivarianas’ se aprontaban desafiantes para lo que el Gobierno y la sinrazón pudieran demandarles.
Recuerdo que esa noche quedé sorprendido al hacer zapping en mi habitación y toparme con señales televisivas repletas de odio y fanatismo que a su manera bien contrastante intentaban relatar sin moderación alguna otra jornada en la Venezuela socialista del siglo XXI. Aburrido de transitar por el lobby y otras instalaciones del militarizado hotel, pretendí encontrarme con un amigo caraqueño que había abandonado Buenos Aires, azorado por el caos de diciembre de 2001. Pero los piquetes de turno evitaron la cena del reencuentro ya que los atascos (llamados en Venezuela retenciones) hicieron imposible nuestros desplazamientos.
Confieso que al llegar al Aeroparque Metropolitano, me sentí muy a gusto de volver a mi ciudad y más allá de los elogios hacia la política de Chávez que no paré de escuchar durante el vuelo de retorno, me compadecí de los pobres venezolanos, pobres literalmente (con villas de emergencia y humildes caseríos que decoran gran parte de Caracas) y pobres simbólicamente, por tener que dejarse someter, quien sabe por cuánto tiempo, por un populista megalómano que no trepidaría en hacer cualquier cosa con tal de perpetuarse en el poder.
Hoy paulatinamente observo con justificada preocupación que aquello se parece cada vez más a lo que diariamente sucede en la Argentina, donde el Gobierno es cada vez más impopular. La oposición está cada vez más dividida y en nombre de supuestas causas nobles que nunca surten efectos positivos se saltean las normas y se violan las leyes para ‘profundizar el modelo’ y ‘distribuir la riqueza’. Paradójicamente Argentina y Venezuela son los países con más inflación en la región y con índices de inseguridad cada vez más alarmantes.
Pero a la hora de recordar viajes personales por cuestiones laborales, quisiera señalar también en esta crónica que me tocó en suerte cubrir en San Pablo la elección que convirtió a Lula en presidente por primera vez, luego de haber sido derrotado en dos intentos anteriores. Cuando el ex obrero metalúrgico llegó a la presidencia de su país en el 2003, millones de brasileños de clase media y clase alta, imaginaron que la izquierda extrema se haría cargo de su país, en una gestión que los acercaría al modelo cubano.
Muchos de ellos después de votar a Serra, especularon con la posibilidad de ir a vivir a otro país, el nuestro por ejemplo. Hoy celebran haberse quedado y disfrutan de la gestión de un presidente que roza el 80 por ciento de popularidad, que sacó de la pobreza a casi veinte millones de personas, que va camino a lograr su mentado plan ‘Fame Zero’ y que colocó a Brasil entre las diez economías más importantes del mundo.
Mientras que Chávez no para de encontrar enemigos internos para perseguirlos y enemigos externos para echarles culpas por su propio fracaso, Lula no para de encontrar amigos internos y externos con los que se asocia política y económicamente para propiciar el bien común y generar la riqueza que de no ser generada, no puede ser distribuida. Chávez pasa sus horas proponiendo la revolución de la violencia, Lula invierte su tiempo en concretar la revolución de la conciencia. En la vida, el que no hace debe hablar demás para tratar de compensar, en tanto el que hace no necesita de largos discursos para justificarse.
Inevitablemente el futuro de la Argentina tendrá en Chávez o en Lula, el modelo a seguir y el socio a elegir. Más allá de que teóricamente se hable de ‘la no injerencia de otros países en asuntos externos’, tanto uno como otro, tendrán notable influencia en el devenir inmediato de la Argentina. Finalmente seremos nosotros, si la reforma política así lo permite, los que debamos elegir. El mundo cada vez más seguido elige la ‘alegría brasileña’, por estas horas, hasta el propio Charly García ha dicho que el caos se terminó. Será cuestión de elegir, Caracas Hilton (el de la isla Margarita, Chávez lo acaba de estatizar) o Copacabana Palace.
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