Uruguay: ese encanto de la calidad democrática
Es la primera vez que la relación siempre estrecha entre EE.UU. y Colombia comienza a perforarse. La piedra que se ha movido es por la ofensiva del oficialismo colombiano para producir una reforma de la Constitución que permita a Alvaro Uribe un tercer mandato consecutivo. Entre quienes creen saber cómo son las cosas, ese país sudamericano ha sido siempre sobreestimado como una excepción en las Américas a la extendida tendencia de hacer pedazos los contratos, el mayor de ellos, la Carta Magna. Y es precisamente por ahí donde llega esta sangre.
La fuente diplomática que señaló esa senda de choque con Bogotá admite lo obvio: los costos se multiplican cuando es el ejemplo el que traiciona. No es que EE.UU. tenga la óptica limpia para determinar quién anda bien o quién anda mal por estos lados del mundo. No se debe seguir tropezando con ese antiguo fallido. El problema es más pragmático y atiende al futuro: ¿cómo censurar acciones en un caso y no en otro especialmente si las políticas son de factura tan grosera? Honduras ha sido un extremo, pero es enorme la ola que ignora derechos, atribuciones y legalidades a despecho de la ideología que se enarbole o se mienta.
Lo de Colombia, la perpetuación del presidente, resume la velocidad en que está retrocediendo la región. En Nicaragua el gobierno acaba de hacer un acuerdo en las sombras con su parte de adictos de la Corte Suprema para anular los efectos del artículo de la Carta Magna que prohíbe la reelección consecutiva. Daniel Ortega, un hombre sin ideología y con un oportunismo oceánico, se sube a la misma tendencia de convertir el sillón presidencial en un trono. Esa misma intoxicación perpetuadora está detrás de todas las leyes que, últimamente, se han hecho aprobar de apuro en Argentina. Y también en la génesis de la estrafalaria milicia que ha inventado el líder bolivariano de Venezuela.
Este significativo desastre institucional es lo que hace relevantes los pocos ejemplos en contrario y, entre ellos, la admiración que produce Uruguay. Es exagerado. No porque el país oriental no merezca el gesto, pero el halago que despierta su cuidadoso paso constitucional se explica más por lo extraño que suena hacia afuera.
Desde una visión más estrecha, en Uruguay hoy no estaría sucediendo nada diferente a lo que, por ejemplo, y es sólo eso, ocurrió en Chile en 1999, cuando Ricardo Lagos compitió con Joaquín Lavin. Los discursos de campaña de ambos postulantes se diluyeron seduciendo al centro y el elector no podía distinguir entre el mensaje de izquierda o el de derecha. Una mirada inicial podría advertir algo de eso entre la formulación de las propuestas del candidato del Partido Nacional Luis Lacalle, un hombre del credo liberal, y la muy especial moderación que exhibe el ex tupamaro José "Pepe" Mujica, quien se ha manifestado rumbo a una modernidad muy distante de las ideas más esquemáticas de los 70. Pero verlo así, seria un ejercicio erróneo. No porque no quede clara esa confrontación izquierda o derecha, punto este que merece su propia reflexión. En la región y fuera de ella se equipara a la socialdemocracia con la izquierda clasista que sería la contraparte del neoliberalismo. Es una caracterización amateur que se ha extendido hasta el agotamiento. En América del Sur, en toda ella, hace años que no hay izquierda aunque se fabule lo contrario. Y lo que se llama progresismo suele enmascarar formas primitivas de la derecha.
Sigamos con Uruguay. En verdad todo lo que está entregando ese país a la luz de las elecciones de mañana se aleja de una simple cacería de votos. Hay ahí una construcción de un concepto de nación que acerca las posiciones de las distintas variantes políticas debido a que el objetivo es común a los proyectos en juego. El caso de Mujica es paradigmático. Al igual que Lula da Silva, lejos del patetismo confrontativo que se ha extendido como forma de gestión en gran parte de la región, este uruguayo de lengua filosa ha dicho que no es posible gobernar encrespando a la gente. Hace un año, el presidente de Brasil recordó a Clarín: "Me pasé 30 años protestando. Y sólo hay 8 para gobernar. Entonces, cuantos menos conflictos políticos tenga, mejor…. Las cosas han dado resultado así: mucha tranquilidad, mucha conversación, mucha negociación". Mujica admira a Lula y, al igual que el brasileño, repudia el patoterismo.
Son dos casos que han funcionado. Y en Uruguay, como en Brasil, no hay temores de un sorpresivo giro que desmonte lo hecho, gane quien gane. Tabaré Vázquez se retira, como antes le sucedió a Lagos, con un récord de aprobación. El mismo Lula acaba de ratificar su decisión de no presionar los muros para conseguir un tercer mandato como su colega Uribe. Esa institucionalidad es la que garantiza claridad y previsibilidad. La claridad es lo que alivia la confrontación y es el condimento para el salto que Mujica imagina como un ideal común, creer que es posible transformar a Uruguay en mucho más aún de lo que es, casi en un país nórdico. Hay muy poco, nada, de discusiones pequeñas o miserables en esa visión. Por eso es posible. Y por eso Mujica se diferencia tanto de los modelos "revolucionarios": "Le dije a Chávez: vos no construís ningún socialismo, sino una burocracia llena de empleados públicos", resume, brutal.
Esa claridad es de la que hablamos. Y hay más. Los uruguayos miran hacia el otro lado del río percibiendo un agobio del que prefieren alejarse. No entienden allá por qué los argentinos cedieron sus mercados mundiales de carne. Uruguay tiene hoy más de un centenar de países clientes de sus exportaciones del producto. Parte de la razón del crecimiento uruguayo ha sido la migración de enormes inversiones agrícolas que decidieron cruzar el río para preservarse con un gobierno del Frente Amplio en coalición con comunistas y socialistas.
Hay quien ha sostenido por estas orillas que la madurez de Brasil o de Uruguay no es tal sino parte de una realidad creada por los medios. Es un disparate, pero confirma que a veces a los pueblos les toca descubrir que no eran lo que imaginaban, algunos para bien, otros para mal.
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