Problemas básicos del multiplicador keynesiano
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Desde los más diversos púlpitos –políticos, académicos y mediáticos– se nos pretende hacer creer que sólo existe en el mundo una única teoría económica: la keynesiana. Al "analizarse" la crisis económica mundial actual se vuelve graciosamente la vista atrás, hasta la lejana crisis de la década de los años treinta, por supuesto bajo este filtro terco y parcial que es la lectura keynesiana, de la cual todo académico que se precie no puede salirse so pena de ser marginado o vapuleado. El último ejemplo de este "keynesianismo intolerante" lo tenemos en el reciente debate sobre los Presupuestos Generales del Estado para el 2010: un bonito "debate" alrededor de una sola "alternativa", la keynesiana.
A estas alturas, es más que urgente aclarar de una vez por todas a la ciudadanía –a los contribuyentes– esta verdad políticamente incorrecta que siempre acaba ocultándose, intencionadamente o por pura ignorancia: los diferentes modelos de presupuesto (si es que los hay) no responden al esquema de "buenos" y "malos" o "solidarios" e "insolidarios", sino a diferentes teorías económicas subyacentes. Las lecturas en términos de juicios de valor son demagógicas y maniqueas y se olvidan de lo importante, que es la teoría que sustenta las propuestas, y que es lo que hay que analizar. En este artículo analizaremos muy brevemente algunos de los fallos fundamentales de la idea del multiplicador keynesiano que justifica el aumento del gasto público (en general, sin analizar partidas), en la coyuntura de crisis económica.
En primer lugar enunciemos de forma simplificada la tesis del multiplicador keynesiano y cómo llegamos a ella: para llegar al llamado "modelo simple de determinación de la renta", se define la renta como la suma del consumo (función de la renta), la inversión (función de la renta y del tipo de interés), el gasto público (variable supuestamente exógena) y la diferencia entre exportaciones e importaciones (variable que por simplificar se supone que es cero o que se trata de una economía autárquica). A continuación se procede a igualar esta renta, que es la producción, a la demanda de bienes, y realizando una serie de sustituciones llegamos a la conclusión de que la demanda de bienes es la suma de la demanda autónoma (que es independiente de la renta, esto es, aquello que se consume aun sin dinero por supervivencia; es la ordenada en el origen) y la demanda inducida (por la renta; es la pendiente de la demanda). Con otras sustituciones llegamos a la conclusión de que la renta es igual al producto entre el gasto autónomo (el independiente de la renta) y el multiplicador, que es el cociente entre 0 y 1 menos la propensión marginal al consumo. Como ésta última siempre estará entre 0 y 1 (pues está en tanto por 1), el multiplicador siempre será igual o mayor que la unidad. En conclusión: un aumento de la demanda siempre conllevará un aumento mayor de la producción y por tanto de la renta.
Nótese que la principal conclusión de este modelo es que si aumentamos cualquiera de los elementos que conforman la demanda (consumo, inversión o gasto público), automáticamente se aumentan la producción y la renta. El razonamiento económico que se hace es el siguiente: si por ejemplo el Estado gasta dinero en un hipotético Plan E de infraestructuras, estimulará la demanda creando empleo y aumentando las rentas salariales de sus trabajadores.
Desde un punto de vista matemático, esto es bastante sencillo y no puede refutarse: sencillamente, si yo planteo una serie de identidades y subidentidades conforme a lo que quiero demostrar, seguramente seré capaz de explicar matemáticamente todas sus relaciones. Sin embargo, como siempre, la clave está en fijarse en si están bien planteadas las identidades y las igualdades, no las consecuencias matemáticas. Por suerte para todos, no lo están. Veamos algunos problemas de estas identidades que nos llevan al multiplicador keynesiano del gasto:
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Resulta sumamente tramposo decir que la renta es la suma del consumo, la inversión y el gasto público. El gasto público no cae del cielo cual maná (aunque a algunos les gustaría mucho esto) sino que se obtiene, precisamente, de las rentas de los contribuyentes (directa o directamente). Es decir, la renta es la suma del consumo y del ahorro, y es el ahorro lo que permite la inversión, y son el consumo y el ahorro los que se restringen cuando se pagan impuestos que financien el gasto público (y la deuda pública no es un caso aparte pues, tarde o temprano, esta generación de contribuyentes o la próxima, tendrá que pagarla con sus rentas). En una identidad más sofisticada, se habla de la "renta personal disponible" (renta menos impuestos) y, sin embargo, sigue sin admitirse que ese gasto público que supuestamente suma se ha de cancelar con los impuestos que restan (insisto, tarde o temprano: uno no puede endeudarse ad infititum). En otras palabras: el gasto público no aumenta la renta sino que la resta; si bien es posible que aumente la demanda vía rentas salariales (y no automáticamente, sino fortuitamente), no hay que olvidar que en cualquier caso, por otro lado, las está restando.
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Este modelo no tiene en cuenta –y esta me parece la crítica más devastadora– la calidad de la inversión y el gasto público, es decir, trata a todas las inversiones y gastos por igual, sin ningún tipo de miramiento cualitativo. Así, este modelo supone que si el Estado invierte 1.000 millones, es irrelevante a la hora de analizar su efecto multiplicador saber en qué sector y en qué condiciones esa inversión se ha producido. Por ejemplo, lo mismo da, en este modelo, 1.000 millones para construir carreteras que 1.000 millones para subvencionar el cine español. Lo mismo sucede con las inversiones privadas: se cuantifican, pero no se juzgan sus resultados, no se analiza si esas inversiones resultaron ser un fracaso o un éxito. Es lo que se ha venido a llamar el "fetichismo del PIB": importa únicamente su aumento cuantitativo.
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Este modelo ignora –y esto está en relación con el anterior punto– los problemas epistemológicos más básicos del cálculo económico con los que es incapaz de lidiar, por definición, el Estado. Ya sabemos que, por mucho que desde la teoría keynesiana se afirme que el Estado, mágicamente, puede conocer las rentabilidades, el Estado no tiene capacidad material para realizar los cálculos de utilidad intersubjetiva que serían necesarios para abordar una política pública con un cierto rigor y una cierta justicia. No obstante, este problema se suprime alegremente al suprimirse el análisis cualitativo del gasto… Si, por ejemplo, el Estado se equivoca y se gasta una millonada en algo inservible, o lo asigna de forma incorrecta, en este modelo keynesiano es irrelevante, porque sólo importa la cuantía del gasto y no su destino.
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Otra conclusión dudosa de este modelo es que el multiplicador del gasto será más potente cuanto mayores sean los impuestos, ya que, como cada vez que aumenta la renta se incrementa la recaudación impositiva y, por tanto, el gasto público, se prolonga el efecto del multiplicador. Una vez más nos topamos con el error que ya detectó Hazlitt en su tiempo: el de fijarse en un solo lado, o sólo en un determinado horizonte temporal. Este modelo ignora, además de lo señalado los anteriores puntos, los efectos distorsionadores de los impuestos en la estructura de incentivos de los agentes económicos. Los impuestos –y esto ya debería estar más que asumido– no son nunca neutrales.
No obstante, ¿cuál es la réplica que se hace desde este modelo keynesiano a nuestra crítica de que la inversión también depende de la renta y que, en consecuencia, se ve seriamente afectada por los impuestos? La respuesta sería que la inversión no sólo depende de la renta sino también del tipo de interés. Sin embargo, ¿qué es para este modelo el interés? Una especie de variable exógena que se fija en el mercado del dinero… El error garrafal que desde la Escuela Austriaca viene denunciándose desde hace décadas es el de desvincular el fenómeno del interés de la capacidad de financiación, o dicho de otra manera, del ahorro. El interés no refleja nada más y nada menos que la preferencia temporal y, por tanto, el ahorro que puede prestarse para invertirse. Resulta del todo desafortunado considerar que el interés se fija exógenamente y que no nos orienta acerca de la inversión que una determinada sociedad en un determinado momento puede asumir.
En conclusión: aunque la idea del multiplicador keynesiano es políticamente muy atractiva e incluso intuitiva, no es más que una falacia, que viene criticándose desde hace mucho tiempo y que puede seguir criticándose atacando a las bases de su teoría. Aunque siempre podemos pasar directamente a las conclusiones y burlarnos, por ejemplo, de aquello de que una guerra es positiva porque en la reconstrucción se crean numerosos trabajos. Y es que no es la capacidad de creación de trabajo, o de estimulación de la demanda lo que debería importarnos realizar a cualquier precio y aunque fuera a ciegas; debería preocuparnos más bien que cada gasto tuviera una razón de ser propia y concreta, no automática según un fantasmagórico modelo económico abstracto y simplón.
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