Sindicatos españoles: Inmigrantes, fuera
Libertad Digital, Madrid
Hoy en día los partidos políticos son máquinas de hacer votos y lo lógico es que se arrimen al sol que más caliente. Los principios mutan de la noche a la mañana según sea necesario para arañar un puñado de votos. Por ello, la relación de la izquierda con lo que ella misma ha venido a calificar como "colectivos" no deja de ser esquizofrénica: nunca dudó en aplastar y purgar a las mal llamadas "minorías" con tal de construir su paraíso socialista pero hoy, desde el poder, se erige como su mayor protectora.
En realidad, a los políticos, y especialmente a los socialistas, sólo les interesa cosechar papeletas y la supuesta "tolerancia" de la que hacen gala no es más –por desgracia– que una máscara en el teatro electoral. Sin embargo, cuando la miseria aprieta, no vacilan en exhibir su auténtica naturaleza intervencionista y dirigista.
No voy a entrar a considerar si los socialistas son o no racistas porque, como en todas partes, habrá personajes de todo pelaje. No obstante, sí podemos afirmar sin temor a caer en el reduccionismo, que el socialismo lleva grabada en su ADN la oposición radical a los mercados abiertos y, en especial, a la libertad de movimientos de personas, capitales y mercancías. Y me refiero a mercados realmente abiertos, no a camelos como la Unión Europea, esa unidad política que guarda mayores parecidos con un cartel estatal en contra del libre comercio frente a los países extracomunitarios que con un genuino desarme arancelario.
Así, los mismos que prometían "papeles para todos" apelando a la dignidad de unos inmigrantes que sólo trabajan "allí donde los españoles no querían hacerlo", salen ahora a la calle para clamar por su expulsión o directamente para dispersarlos a través de "piquetes descontrolados", sintagma que suena más a mafia deambulante que pasa a recolectar su mordida.
Pero eso y no otra cosa son los sindicatos: grupos de presión de trabajadores que pretenden construirse su particular coto laboral –generalmente a través de los privilegios estatales– con tal de inflar artificialmente sus salarios a costa de la supervivencia de la economía. Son rentistas que no viven de satisfacer a los consumidores, sino de extorsionar a quienes sí los satisfacen.
Y el campo no va a ser una excepción: los inmigrantes están dispuestos a trabajar por unos sueldos que estos bien aposentados españoles rechazan. Por supuesto, estos nuevos burgueses del puño en alto ni se niegan a adquirir los baratísimos bienes que producen los inmigrantes ni se preocupan por buscar otras vías para satisfacer al resto de consumidores que no sea cargarse a la competencia.
La lógica, por tanto, les lleva a volver a sus orígenes: la tierra para quienes la trabajan pero, especialmente, para los españoles; que no vengan de fuera a quitarnos el empleo; que primero hemos de atender las necesidades de los nacionales y bla, bla, bla. La misma retórica sindicalista de siempre que, casualidades de la vida, coincidía con la del rancio ultraderechismo. Ni siquiera se les ha ocurrido pensar que el número de puestos de trabajo no está dado, sino que el ahorro de costes derivado de los bajos salarios de los inmigrantes nos permite generar riqueza en otras áreas para contratar a otros inmigrantes y a otros españoles.
Idéntica retórica reaccionaria, pues, a la de quienes se preocupaban de que la Revolución Industrial empobrecía a la población por sacarla de unos campos donde tenían que trabajar de sol a sol para vivir en la más absoluta miseria y acabar muriendo en alguna de esas recurrentes hambrunas que tanto temía Malthus. Nada de que extrañarse. El erial intelectual del que nace la idea de un Edén primitivista siempre se ha basado en lo mismo: los que sobran deben desaparecer. No es la escasez la que debe reducirse para adaptarse a las necesidades humanas, sino que son las necesidades humanas las que deben constreñirse al estado de nuestra pobreza. Progreso, lo llaman.
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