El modesto placer de las series americanas
Libertad Digital, Madrid
Hace unos días Gonzalo de Castro, protagonista de Doctor Mateo, decía en La Razón: "El mejor cine español se hace hoy en televisión". Ya en 2006 Francisco Casavella había afirmado lo mismo: "Quizá la mejor narrativa actual en cualquier medio surge de la pequeña pantalla. Puede, quizá. Hay mucho que decir al respecto". Yo me inclino a compartir más esta última aseveración que la de De Castro, que presupone la existencia de un cine español con méritos y de una televisión de producción nacional que, siendo mejor que el cine, no alcanza ni remotamente la calidad de las series americanas.
Hace tiempo que el productor Carlos Saura me proporcionó una de las claves del éxito de una serie: que en el primer episodio el espectador establezca un vínculo afectivo con el protagonista. Ocurrió con El Duque en Sin tetas no hay paraíso. También ésa es la clave del fracaso: una potencialmente buena serie como fue Vientos de agua se perdió en la nada porque, o bien Ernesto Alterio no dio la talla, o bien la fragmentariedad del discurso le impidió llevar a su personaje hasta los corazones de los espectadores, que también necesitan tiempo para querer.
Pero es muy raro que en eso fracasen las series americanas. Navy, acción criminal, que nació como spin off de JAG, una pésima producción que, sin embargo, dio los ratings necesarios en los Estados Unidos para generar una segunda, tiene la virtud de haber recuperado a Mark Harmon, un actor de segunda que, no obstante, encaja perfectamente en su personaje, y a David McCallum, el inefable Ilya Kuryakin de El agente de Cipol –allá por los sesenta, qué viejos somos– en el papel de Duck Mallard, un forense exquisito. Además, a todos miembros del equipo de Jethro Gibbs (Harmon) se les cobra cariño. El conjunto tiene desniveles, pero hay episodios de gran calidad, que podrían competir con buenos resultados en el cine. Resulta gracioso que JAG y Navy, nacidas de un acuerdo entre el productor Donald Bellisario y la Marina americana para la promoción publicitaria de ese cuerpo militar, se pasen en la muy izquierdista Sexta de Roures, Zapatero y compañía, que no tiene empacho en emitirla después del Intermedio de Wyoming, un delirante espacio de propaganda oficialista y de ofensa perpetua al PP.
He empezado por ahí porque no se trata de la mejor serie posible. Muy por encima están las distintas ramificaciones de CSI, que se inició en Las Vegas por obra de William Petersen (Grissom, coproductor general y director de algunos episodios) y Anthony Zuiker (coproductor) y el productor Jerry Bruckheimer. Como las encuestas de mercado determinaron que era demasiado intelectual para el público hispano, se inició CSI Miami, con un David Caruso que daba para mucho más pero que consiguió el objetivo comercial con su teniente Horatio Caine. Luego, a Gary Sinise, que sí es un actor grande (recuérdese De ratones y de hombres, sobre la novela de Steinbeck, junto a John Malkovich, y su papel en Forrest Gump), se le metió en la cabeza llevar la cosa a New York –escenario ficcional, porque los episodios se rueden en Los Angeles–, y consiguió que Bruckheimer confiara en él. También los secundarios, como Melina Kanakaredes, son de primer nivel. Y es raro el episodio que, pese a los cortes publicitarios de Telecinco, no te deje clavado ante la pantalla.
Jerry Bruckheimer es el productor de CSI, pero también de Caso abierto y de Sin rastro, entre otras, además de poseer una larga experiencia en el cine (sin ir más lejos, Piratas del Caribe, Armageddon, Black Hawk derribado o Flashdance), siempre con notables éxitos.
Las series de menos calidad y lamentable contenido ideológico, como Medium o Entre fantasmas, poseen, sin embargo, un alto nivel narrativo.
Yo me decanto por las producciones de capítulos unitarios, como suelen ser CSI, Bones o cualquiera de las mencionadas: son relatos de 45 minutos que no obligan a esperar al siguiente para conocer el desenlace y, por tanto, no comprometen la vida del espectador. Pero la rutina permite generar series por episodios que se dan de semana en semana y que tienen un éxito arrasador. La primera, sin duda, 24, que ha desaparecido misteriosamente de las pantallas españolas, probablemente por razones ideológicas: nunca fueron muy generosos con ella, la condenaron a horarios imposibles para quien trabaje al día siguiente. Fue una creación de Robert Cochran (guionista de Falcon Crest) y Joel Surnow (guionista de Miami Vice), asociados como productores ya en Nikita. En la misma línea continuada de neofolletín se encuentran Perdidos, Los 4400, Héroes y ahora Flash Forward, de excelente factura, sobre una novela de Robert J. Sawyer y con Joseph Fiennes en el papel más importante.
A medio camino entre los capítulos unitarios y los episodios se encuentra el clásico Expediente X, cuyos guionistas hicieron posteriormente Millenium, con Lance Henriksen y el mismo productor, Chris Carter, una serie escondida igualmente en la nocturnidad y que sólo duró tres temporadas.
Por supuesto, cuando hablo de lo que las emisoras hacen con las series me refiero a las cadenas en abierto. El negocio de las de pago, desde Canal Plus hasta las asociadas a la instalación de ADSL, es de otro perfil. No conceden ocho horas diarias en pantalla a Belén Esteban ni dedican sus mejores esfuerzos a la promoción de lo políticamente correcto mediante presentadores gays y casados, o tribus importadas de Oceanía, por no hablar de los oprobiosos concursos en que se descubre una estrella cada día. En abierto, esa basura ocupa, descontados informativos, un setenta por ciento de la programación.
Para los que encontramos en la tele una ocasión de sustituir el cine, condenado actualmente a sitios a los que hay que acceder en coche y de los que no es bueno salir demasiado tarde, las series americanas son la única posibilidad de ver algo realmente bueno. Un placer modesto, como se ve.
- 23 de julio, 2015
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