La debilidad del autoritario
¿Ha visto usted los comportamientos visibles de un autoritario (hombre o mujer?
El autoritario no escucha, no dialoga, no intercambia. Se nos muestra como un ser que impone, que ordena, que se hace obedecer ciegamente. En sus gritos y en sus órdenes irrefutables está concentrada toda su palabra.
El autoritario aparece siempre como alguien con una personalidad tan fuerte que no puede controlarse, que no puede ni debe controlar sus impulsos, aunque ello signifique irrespetar la dignidad de otros.
El autoritario no entiende de razones, porque la razón está con él o ella. Porque no existe más verdad que la suya.
El autoritario jamás reconoce errores, jamás se asume débil, nunca pide perdón. No siente que tenga nada que reconocer y no puede darse “el lujo de mostrarse débil”. Siente que pedir perdón es mostrarse débil.
El autoritario siempre está a la defensiva, los demás siempre quieren hacerle daño, siempre tiene que protegerse y asume que la “mejor defensa es el ataque”.
El autoritario abusa del poder, pero no porque lo tenga, sino porque siente que en sí mismo está el poder único. Y eso significa que deja de compartir y encontrarse con otros, haciéndose a sí mismo un ser solo, y esto, en un mundo de interrelaciones, representa un riesgo que ejercido por mucho tiempo, termina distanciando y debilitando al autoritario.
Al confundir el ejercicio legítimo de la autoridad, con la práctica del irrespeto y el abuso a los demás, el autoritario es incapaz de establecer relaciones y dinámicas de intercambio mediante las cuales puede aprender, puede alcanzar nuevas capacidades, puede ejercer su liderazgo de manera más incidente y efectiva, puede hacerse mejor persona. El autoritarismo aísla y endiosa. Eso, a la larga, debilita porque va empequeñeciendo, porque va impidiendo alcanzar nuevas alturas de desarrollo.
El autoritario —aunque parezca lo contrario— es una persona débil porque le aterra el intercambio, porque tiene tanta inseguridad en sí mismo que para no mostrarla se hace el fuerte, el de la voz dominante, el de los gritos y órdenes. Oculta sus carencias haciéndose el imponente. Es débil porque no puede ir al encuentro de los demás con las pocas riquezas de su propio ser.
Otra de sus debilidades es que los efectos de sus órdenes, sus deseos más imperativos, son cumplidos sólo cuando posee algún tipo de poder formal u oficial, o en casa, cuando los afectados son aún muy pequeños como para descubrirse dignos y enfrentarse al autoritarismo como forma de vida. Cuando el autoritario deja de estar investido con el cargo que posee, o cuando el autoritario está lejos, ¿qué ocurre con los comportamientos de aquellos y aquellas a los que se impone? ¿Qué sucede —y comparémoslo con la sociedad más amplia— cuando los niños que sufren a una maestra absolutamente tirana tienen un momento en el que están seguros de que ella se encuentra muy lejos?
¿Siguen siendo los niños sumisos, calladitos y aterrorizados que son cuando ella está enfrente? No confundamos, por favor, la necesidad de la autoridad con el autoritarismo. Aquélla es una necesidad imperiosa para poder vivir armónicamente. El autoritarismo, en cambio, es la deformación más indignante de nuestras interrelaciones humanas.
- 23 de enero, 2009
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