El fin de las dos europas, veinte años después
10 de noviembre, 2009
10 de noviembre, 2009
El fin de las dos europas, veinte años después
En octubre de 1989 me atreví a predecir a unos compañeros de la Universidad de Oxford que a lo largo de nuestras vidas seríamos testigos de la desaparición del Muro de Berlín y que quizás también veríamos el fin del comunismo en la Unión Soviética.
Aunque todos estuvieron de acuerdo en que podía haber grandes cambios en la Unión Soviética, ninguno consideraba la desaparición del Muro de Berlín posible y ni siquiera deseable por los problemas que podía provocar; incluso un estudiante alemán comentó que las mentalidades entre los alemanes de la República Federal y la República Democrática eran tan distintas que, en su opinión, la división de su país era irreversible. Si así pensaban mis compañeros de universidad cuando aún no habíamos cumplido los veinte años, más reacios a contemplar cambios en el statu quo de Europa eran los de la generación que entonces ostentaba el poder en las principales potencias; éstos habían presenciado en su juventud el comienzo de la guerra fría, con Europa como principal escenario de enfrentamiento entre las dos superpotencias, y se habían acostumbrado tanto a un continente dividido en dos bloques y en perpetuo desafío que habían llegado a considerar este estado como un mal menor.
Sin embargo, un mes después de mi comentario aparentemente ingenuo de estudiante idealista cayó el Muro de Berlín, y tan inesperada caída provocó una serie de revueltas que, en poco más de dos meses, acabaría con los regímenes comunistas en Europa Central y Oriental, desencadenando una crisis en la Unión Soviética que la llevaría a su propia desaparición dos años después. ¿Cómo fue posible que nadie fuera capaz de predecir lo inminente que era el fin del bloque soviético y lo fácil que iba a resultar la desaparición de la Unión Soviética? Una de las explicaciones es que se subestimó el grado de descontento de sus ciudadanos y se sobrevaloró el poder de los gobiernos comunistas. De esta suerte la revolución de 1989 fue la más inesperada y también la menos violenta de la historia.
Para todos los que detestamos el totalitarismo, 1989 fue un año inolvidable. Primero vimos la llegada al poder en Polonia del primer presidente no comunista en cuarenta años: Tadeusz Mazoviecki. Pero lo más espectacular llegó tres meses después, cuando el Muro de Berlín fue derribado por los que habían sido víctimas de la división de esta ciudad ante la pasividad de las autoridades. En Checoslovaquia tenía lugar la revolución de terciopelo y el famoso intelectual disidente Vaclav Havel era aclamado como nuevo presidente. El año acabó con las imágenes televisadas del juicio sumario contra Nicolae Ceaucescu, que permitieron ver cómo el tiránico dictador rumano acababa sus días como tantos millones de víctimas del comunismo antes que él: con un tiro en la cabeza. Si los acontecimientos de 1989 nos conmocionaron a los que los seguimos en televisión y en la prensa, mucho más conmovieron a los millones de ciudadanos cuyas vidas se habían visto truncadas por la división de Europa. Aquellos que soportaron la invasión nazi para luego quedar atrapados bajo las garras de Stalin tenían el consuelo de poder pasar el resto de sus vidas en países independientes y libres.
1989 fue también un gran año para los que nos consideramos europeístas. Finalizaba la división de Europa en dos bloques, la mayor injusticia que los europeos iban a padecer tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Durante cuatro largas décadas existió un Occidente secuestrado, como describió el novelista checo Milán Kundera a los países bajo el yugo soviético. Durante todo este tiempo para los habitantes de Europa Occidental Siberia empezaba en el Checkpoint Charlie. Pero a partir de 1989 la mitad occidental del continente, que debatía por aquel entonces su unión política y económica, tenía la oportunidad histórica de reconciliarse con la otra mitad, apoyando la reunificación de Alemania, promoviendo la democracia en las antiguas repúblicas socialistas y finalmente ampliando la Unión Europea. Timothy Garton Ash, que pasará a la historia como el mejor cronista de los acontecimientos de 1989, escribió a mediados de los ochenta que el continente europeo se dividía entre los del Oeste que tienen Europa y los del Este que añoran Europa. Esa añoranza, que tanto iba a estimular a los españoles en larga marcha de la dictadura a la democracia, iba a ser crucial también para los ciudadanos de Europa Central y Oriental en la búsqueda del lugar que merecían en la Unión Europea.
Veinte años después de 1989 la Comunidad Europea de doce miembros se ha convertido en una Unión Europea de veintisiete miembros. Países como España, que apenas tenían contacto con Europa Central y Oriental, tienen hoy una relación mucho más estrecha con los ciudadanos de esta zona. La inversiones en la mitad oriental del continente se han multiplicado, ciudades como Praga, Budapest y ante todo el Berlín reunificado, se han convertido en destinos predilectos del turismo occidental, muchos universitarios del Este han podido ampliar estudios en las principales universidades de Europa Occidental, y también la emigración de países como Polonia o Rumanía, ha contribuido a acercar a los ciudadanos del viejo continente y convencerles de que comparten una identidad europea. La barrera psicológica que hacía pensar a los habitantes de las dos mitades de Europa que pertenecían a mundos distintos, finalmente ha desaparecido.
Sin embargo la división de Europa no puede darse por concluida, ya que siguen existiendo enormes diferencias de desarrollo entre el Este y el Oeste y también mentalidades muy distintas frente al proyecto europeo. El euroescepticismo se ha disparado en varios países de Europa Central y Oriental, pues muchos de sus habitantes han comprobado que el ingreso en la UE no basta para solucionar sus problemas internos ni compensar décadas de atraso. Por último, sigue habiendo una clara división del continente entre los miembros de la UE y los que aún no lo son porque no cumplen las condiciones de ingreso. Existe una Europa olvidada, la de los Balcanes occidentales, región especialmente conflictiva que hace tan sólo una década era escenario de guerra y genocidio. Los países de los Balcanes occidentales añoran Europa, como lo hicieron tantos otros, especialmente al Este y al Sur del continente, que vieron en la UE la solución a sus problemas. Hasta que no se logre la ampliación de la Unión Europea hacia estos países la división de Europa no habrá desaparecido del todo.
Es una feliz coincidencia que cuando se celebran los veinte años de la caída del Muro de Berlín se esté discutiendo la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que debe hacer a la Unión Europea despertar del letargo en el que ha vivido en los últimos cuatro años y lograr el auge de una verdadera Europa global. Los retos a los que se enfrenta la Unión Europea son enormes, y no cabe duda de que los dirigentes de la UE se enfrentarán en el mundo del siglo XXI a muros más altos que los del Muro de Berlín; sin embargo, este no es momento para abrumarse por el futuro sino para recordar el pasado reciente y enorgullecerse del camino que se ha recorrido desde entonces; hace veinte años los europeos hicieron historia, poniendo fin a su división y con ella a la división del mundo en dos bloques. Lamentablemente, muchas de las ilusiones que nos hicimos en 1989 sobre el fin del totalitarismo no se hicieron realidad, pero indudablemente el mundo después de 1989 fue mucho mejor que el que se dejaba atrás.
El autor es historiador y titular del Santander fellowship de estudios ibéricos y europeos en la Universidad de Oxford
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