Uruguay: Una cuestión de identidad
El domingo 29 de noviembre de 2009, sin duda marcará un hito en la historia del Uruguay. Superada la Guerra Fría y a veinte años de la caída del Muro de Berlín, una fuerza de izquierda marxista habrá alcanzado por primera vez el poder en ese país, y por la vía de las urnas.
La aparición en la década del sesenta del siglo pasado del fenómeno guerrillero, fue común a varios países de América Latina. En Uruguay, encontró un terreno fértil, abonado por la prepotencia política, la corrupción, el amiguismo y una burocracia corroída e inamovible, incapaz de renovarse a sí misma.
Conscientes de esa realidad, los militares combatieron con éxito a los revolucionarios, para adueñarse luego del poder con el beneplácito de gran parte de la ciudadanía. Argumentaban ser los defensores de los valores morales de la sociedad. Instalado el gobierno de facto, ocuparon los mismos lugares y continuaron con los mismos vicios de sus antecesores políticos. Nada cambió; sólo que al que protestaba le iba mucho peor que al que acataba sumiso la prepotencia de turno.
El común de la gente lo ha sufrido así por generaciones. En un país que desde 1904 avanza decidido hacia el socialismo, el estado ocupó cada vez más espacios, trabando cada vez más la economía y asfixiando hasta lo increíble cualquier intento de reacción del individualismo y la iniciativa privada. El amigo político – ya fuera padrino o apadrinado – era imprescindible para cualquier trámite o gestión. Las grandes empresas, capaces de negociar un tratamiento preferencial, desarrollaron a sus anchas los proyectos, dando al país apariencia de economía abierta a los ojos de sus observadores.
Aquellos polvos trajeron estos lodos.
El país se empobreció. La diáspora de uruguayos regados por el mundo es una realidad. Un país sin esperanza donde la educación obligatoria y gratuita enfoca sus programas a enseñar que el capitalismo egoísta debe ser controlado y dirigido por el estado protector.
La Universidad de la República, también gratuita, lanza constantemente profesionales al mercado. Muchos de ellos no tienen futuro laboral alguno y pasan a engrosar las filas de los frustrados.
El éxodo del campo a la ciudad se detuvo cuando casi no quedó gente en los campos.
Los cinturones de miseria crecieron en torno a industrias subsidiadas que poco a poco fueron desapareciendo.
Punta del Este siguió marcando el contraste y mostrando a todos su permanente esplendor.
José Mujica sabía todo eso. De estilo simple y campechano, es capaz de llegar con sus expresiones poco académicas a las masas desvalidas. Es el mesías que esperaban. El Frente Amplio, su partido, es una colcha de retazos. Dentro de esa coalición de izquierda, el Movimiento de Participación Popular, estructura política de los tupamaros, es mayoría. Con Danilo Astori, su compañero de fórmula, logró el equilibrio. Ex ministro de economía en el gobierno de Tabaré Vázquez, Astori arriesga sus convicciones socialdemócratas haciendo gobierno al marxismo, demostrando una vez más que la ambición de poder muchas veces no permite medir consecuencias.
Una tímida reacción de la oposición liderada por el ex presidente Luis Alberto Lacalle, perdió fuerzas y posibilidades con la aparición en la escena política y en su apoyo de sus dos colegas: los ex presidentes Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle, de quienes había logrado diferenciarse. Recientemente salidos por la puerta de atrás de su Partido Colorado al que lideraron por más de dos décadas, Batlle y Sanguinetti no pudieron resistir la tentación de soltar su verborrea ante la aparición de un arsenal clandestino, de dudoso origen y destino. Como por arte de magia salieron a escena vinculando al candidato de izquierda y sus orígenes guerrilleros, con la noticia del hallazgo. Lejos de alcanzar el resultado perseguido su reconocida demagogia y amiguismo contaminó la imagen de lejanía de esos criterios que Lacalle, digno representante del club, había logrado mostrar. Si el marxismo llega hoy al poder se debe, en buena medida, a ellos y lo que representan.
Así se cierra un capítulo en la historia de este país y se abre otro, de futuro incierto. Las agencias internacionales ven a Mujica como un socialdemócrata cercano a Lula y a Bachelet. Sólo Mujica sabe cómo piensa y cómo actuará Mujica. Lo único cierto es que ha sido consecuente con sus ideas y nunca se arrepintió de su pasado guerrillero ni ocultó sus convicciones marxistas. Con esas banderas y mayoría en las cámaras llega al poder.
En abril de 1964, mientras los tupamaros ensayaban sus primeras escaramuzas, una gigantesca escultura inconclusa que representa a Tláloc, deidad de la lluvia, era trasladada desde su lugar de origen en Coatlinchan hasta su destino final en el Museo de Antropología en Ciudad de México. Bajo una lluvia permanente que muchos asociaron con sus poderes, mexicanos de todas las edades y niveles sociales se acercaron para ver de cerca al enorme monolito.
Abel Quezada se preguntaba en una de sus caricaturas, “¿Por qué va el mexicano a ver a Tláloc?-Por que Tláloc es igual que él?” Y observaba que el mexicano no sabe si es indio, español o ninguna de las dos cosas.
De Tláloc no se sabe si es dios o diosa; su fisonomía es confusa; es todo un misterio. Salido del fondo de la historia, ha pasado a ser un referente nacional. En relación al tema, Quezada, citando a Octavio Paz, concluía que en realidad el mexicano es “un ser en permanente búsqueda de si mismo” y para encontrarse va a ver a Tláloc. “Tláloc es igual que él…nadie sabe exactamente que cosa es…y sin embargo es Tláloc.”
Nadie sabe exactamente quién es Mujica; pero tal como ocurre con la deidad teotihuacana, la mayoría de los uruguayos se identifica con él.
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