Honduras y Uruguay: ¿dos Latinoaméricas diferentes?
La tentación de encontrar los ropajes de dos Latinoaméricas diferentes y distantes en los procesos electorales en Honduras y Uruguay que se coronan este domingo, puede acabar en una simplificación antipática. Pero, como con las brujas, hay algo de eso, quizá demasiado, y que revela más bien las consecuencias de una democratización que no ha sido homogénea y que, en gran parte de la región, vive aún su adolescencia.
En ambos países, estas elecciones de mañana, y el camino recorrido hacia ellas, han servido efectivamente para ver qué ocurre, no sólo en esas naciones. Las contradicciones de toda la región aparecen alrededor de esos ejemplos. Es cierto, en principio, que Honduras dista de modo enorme de la experiencia uruguaya, porque el proceso electoral en el país centroamericano está contaminado con un golpe cívico-militar que pretende blanquearse con los comicios. Ese antecedente excede las mínimas fronteras hondureñas porque ha echado por tierra 25 años de normalidad democrática en toda el área, un lapso en el cual, Uruguay ha logrado, en cambio, una madurez que parece aún mayor frente a la precariedad institucional que exhiben algunos de sus vecinos, Argentina entre ellas.
El peligro del antecedente hondureño es que puede ser la pieza de un dominó. Es de eso de lo que habla Brasil en su irritada discusión con un EE.UU. que no tiene letra ni interés para contribuir a poner en orden aquella aventura golpista. Honduras es cualquier cosa menos importante en la agenda de negociación que ha venido encarando Barack Obama con su oposición republicana empeñada en darle legalidad a ese golpe.
Los comicios de mañana seguramente los ganará el candidato del derechista Partido Nacional, Porfirio Pepe Lobo, de gran llegada a las alas más duras del partido de George Bush y Dick Cheney. No debe extrañar. En Honduras las dos fuerzas principales son de una derecha primitiva: La de Lobo, y la del partido Liberal del golpista Roberto Micheletti y del derrocado Manuel Zelaya un político que, recordemos, nunca fue de izquierda pese a sus discursos encendidos de este necesario presente.
La demanda de Itamaraty para asumir como ilegítimos los comicios, criterio que comparten la mayoría de los países sudamericanos en tanto no se devuelva al poder siquiera simbólicamente a Zelaya, es un gesto que tiene más costos que beneficios para las cuitas domésticas de Obama. Lula perdió esa batalla en lo que Brasil y su establishment entienden ya como parte de su patio trasero. Y seguramente acertarán respecto al peligro que se ha anidado por hacer como que nada sucedió. Cambiar las constituciones es moda en la región y el bastardeo de los principios republicanos se ha extendido y naturalizado. ¿Quien podría asegurar que no habrá otras honduras aprovechando hendijas constitucionales para voltear gobiernos elegidos?
Uruguay carece de estos abismos pero es un caso que comparte similar universalidad. Mañana el ex guerrillero tupamaro José Mujica se convertirá, según todo parece indicarlo, en el nuevo presidente de la Banda Oriental. No deja de ser un dato elocuente, a la hora de observar la situación de ese país, que aquel pasado de trincheras sea hoy apenas una curiosidad histórica. No es que Mujica haya renegado de sus ideas, evolucionó. El nivel de consenso que muestra la dirigencia de ese país, revela que ese crecimiento no ha sido sólo de un sector. La corrección política, por lo demás, no es un atributo excluyente de quienes creen que democracia y mercado libre son la misma cosa. Lo que exhibe Uruguay es un poco más complejo que eso.
Como en el caso brasileño, hay un proyecto que desborda el duelo político para elevar el lugar del país. Los números son elocuentes: durante el gobierno del Frente Amplio la pobreza, la indigencia y la inflación han bajado; el PBI creció el 30% en cinco años, el mejor registro en décadas; las exportaciones subieron 31,8% desde 2008 apoyadas en la migración de capitales argentinos hacia el campo uruguayo que hoy vende carne a más de un centenar de naciones que antes eran clientes de nuestro país. La demanda de bonos uruguayos fue 5 veces superior a lo ofrecido; las reservas son las más altas de la historia; la deuda pública cayó del 53% al 38% del PBI; el ingreso per cápita (US$ 8.181) duplica el promedio regional y creció un tercio desde 2004. Esto explica que Tabaré Vázquez culmine su mandato con un apoyo del 70%.
Esos números sirven para mirar a Uruguay pero también para comparar con otras aventuras regionales donde los resultados han sido lo contrario. Aparece ahí otra vez aquella región dividida, entre experimentos que entendieron el desafío histórico y otros que se atoraron en la retórica y sin capacidad real de transformación salvo un desvío despótico que se irá agravando, como reproduce el caso venezolano.
La breve gira sudamericana del iraní Mahmoud Ahmadinejad ha sido otro ejemplo de esa doble perspectiva. El brasileño Lula da Silva recibió pragmático a su colega persa como parte de la plataforma que intenta construir para ser parte del sistema de decisión internacional. Brasil tiene hoy un peso económico que amplifica sus posibilidades y le alarga la meta de sus intenciones, por eso aparece en sitios donde antes no era ni siquiera visitante. La cita con el iraní se hundió en esas estrategias. Es claro que no hay nada sobre la tierra en donde puedan compararse estos dos hombres. Ahmadinejad, al revés del brasileño, es un líder con perfiles autoritarios que encabeza un régimen que suprimió a socialistas, comunistas o sindicalistas, todo en fin, que amenazara el orden absolutista.
Ese objetivo de control total puede explicar, en cambio, el extravagante vínculo que ha construido Hugo Chávez con el experimento ultraislámico iraní. No es solo el odio común a EE.UU. lo que sostiene ese entramado. Es un espejo de poder y control en el cual el bolivariano y muchos de sus socios prefiere mirarse. Es la otra Latinoamérica donde cambiar las reglas del juego, brutalmente como en Honduras, o con otro tipo de barbaries como ignorar la decisión de las urnas o repudiar las instituciones, se acepta como condición de sobrevivencia, por derecha o por izquierda, tanto da. En donde países como Uruguay o Brasil, partes de una estrecha minoría, hace rato que desentonan.
Copyright Clarín, 2009.
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