En defensa de la soberanía individual
Quien rechaza, por temor, apatía o flojera, el ejercicio de la soberanía individual es cómplice del abuso que sufre su propia libertad. Aquél que, descartando las bondades de la razón autónoma, decide secundar maquinalmente a otra persona resuelve brindarse como instrumento del prójimo, anular su esencia para ser utilizado a discreción ajena. Kant se opuso a que los hombres sean usados como medios; esta posición no fue antojadiza, pues él quería preservar una concepción humana en la cual se reprochen las escalas humillantes.
Es que, al emplear a un sujeto con el propósito de conseguir objetivos particulares o grupales, éste queda degradado, convertido en una cosa útil. Cada uno debe rehusar cualquier conato de sumisión, al igual que contribuir a que nadie la imponga en su nombre, aun cuando prometa beneficiarlo. Ya lo aseveró John Stuart Mill: «Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano».
Sólo el hombre puede crear convenciones que nieguen tendencias naturales, rebelarse contra los mandatos dispuestos por las autoridades, levantarse para concretar una transformación radical. Asimismo, aunque algunos congéneres se resistan a hacerlo, ninguna otra especie tiene la capacidad de criticar su situación.
Es válido sostener que renunciar a esta virtud conlleva mutilar una parte capital de nuestra esencia. Nada justifica proceder de una manera tan aborrecible como ésta, más todavía cuando la obsecuencia y el gregarismo han demostrado ser perniciosos en los diversos terrenos donde imperan. Tal vez la insubordinación que se muestre frente a los veredictos populares, mayoritarios, democráticos sea hoy, en Bolivia u otro Estado preponderantemente indocto, una prueba de lucidez. Esos seres que no piden la bendición del vulgo para contrarrestar a quienes lo impulsan al delirio enaltecen la humanidad.
Es razonable que los individuos autónomos desconfíen del poder. El mantenimiento de algunas ventajas puede requerir su sacrificio. Además, cuando los aficionados al dogmatismo lo toman, el paso del recelo a la paranoia no parece desatinada: hasta las peores crueldades deben reputarse inminentes, ya que, ahora o mañana, éstas formarán parte de la cotidianeidad. Sucede que la busca del control absoluto de las esferas pública y privada no congenia con una conciencia crítica; siendo esta desarmonía molesta e irremediable, los ataques a quienes cuestionan esa pretensión absolutista se reproducen pavorosamente. Constatado ese tipo de ruindades, salvo que ansiemos vivir en una sociedad signada por el totalitarismo, nuestro repudio no puede ser vacilante ni llegar con demora. Menospreciar este problema revela el deseo de apoyar a los que procuran suprimir cualesquier autonomías.
Todo momento es oportuno para exigir a los gobernantes que respeten la soberanía. En tiempos dictatoriales, incluso durante una época de patrañas revolucionarias, no hay recurso que pueda considerarse inútil: cualquier defensa del orden en el cual se asegure ese obrar autónomo, librándoselo de presidios y cacerías que logren quebrantarlo, resulta fructuosa. Lo único vitando es la inactividad, el conformismo, aquella actitud que jamás será privativa de un individuo fidedigno. Éste no es un período de dicha; la desaparición de los contradictores intenta ser consolidada, con el apoyo del tropel, por esos enemigos que tiene aquí la doctrina liberal. No debemos dejar de pronunciarnos al respecto, ni siquiera en unos comicios que parecen haber sido confeccionados para facilitar el señorío del irracionalismo, cuya bandera levantan los gobiernistas mientras piensan en las urnas electorales y un peor envilecimiento. No existe mayor acto de nobleza que hacerle saber al déspota cuánto valoramos nuestra libertad.
El autor es escritor, político y abogado.
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