Subsidio universal: la evidencia del fracaso económico argentino
El viernes pasado, durante un acto en Mar del Plata, Cristina Fernández de Kirchner entregó las primeras tarjetas del programa de Asignación Universal por hijos, afirmando que mientras haya argentinos sin trabajo el Estado “estará para reparar la injusticia y la inequidad”. Uno supone que la injusticia y la inequidad a las que quiso hacer referencia Cristina Fernández eran la falta de trabajo de quienes recibieron el subsidio, dado que más adelante sostuvo que “el día que todos los ciudadanos posean recibo de cualquier empresa en lugar de subsidios como la asignación por hijo se habrá cumplido el verdadero objetivo del Gobierno, que es el trabajo decente y seguro”
Esta afirmación de la presidenta pareciera intentar transmitir que el gobierno actual no tiene ninguna responsabilidad en los problemas de desocupación, pobreza e indigencia. En rigor, la gente que hoy no tiene trabajo en Argentina es víctima de las políticas económicas aplicada por el mismo kirchnerismo y de la ausencia de seguridad jurídica y de reglas de juego estables que impulsó el Gobierno en todos estos años.
La intolerable presión impositiva, las regulaciones a la producción, las confiscaciones de activos para financiar un gasto público récord, los controles de precios que anulan la rentabilidad empresarial y la inflación de dos dígitos anuales que tenemos no cayeron del cielo como un meteorito. No fueron producto de la casualidad, ni de la conspiración de Wall Street, del Consenso de Washington o del FMI. Todo eso es producto de las políticas aplicadas por el gobierno. La inflación no la creó nadie más que el Banco Central emitiendo moneda a marcha forzada, licuando los ingresos reales de la población y distorsionando los precios relativos. El gasto público aumentó porque el gobierno así lo quiso. El mercado de capitales, que es el que permite financiar el crédito, fue destruido por el mismo gobierno, confiscando los ahorros de la gente en las AFJP y con sus continuos avances sobre la propiedad privada. La imprevisibilidad en las reglas de juego la impuso Kirchner con su particular forma de “disciplinar” a quien no piensa como el oficialismo. Los U$S 45.000 millones que se fugaron del país, no se fueron por una conspiración sino por miedo a las arbitrariedades del kirchnerismo y a su voracidad por tener cada vez más caja.
Cristina Fernández, antes de formular las afirmaciones que formuló, debería haberse preguntado: ¿por qué está gente no tiene trabajo? La respuesta inmediata hubiese sido que esa gente carece de trabajo porque no hay empresas que quiera contratarla. Luego debería preguntarse: ¿por qué las empresas no contratan a esta gente? Y la respuesta que hubiese encontrado es que nadie quiere invertir en un país tan inseguro jurídicamente como es Argentina. Es decir, Cristina Fernández se hubiese desayunado que esa gente no tiene trabajo por su culpa y la de su marido. Porque ellos, en todos estos años, no se ocuparon de crear las condiciones económicas e institucionales necesarias para atraer capitales que abrieran todo tipo de empresas que demandaran mano de obra. Esa mano de obra desocupada que el viernes recibía una limosna que les entregaba la presidente porque no hay empresas que quieran arriesgare a poner un peso en Argentina mientras haya un gobierno tan arbitrario.
Lo máximo que consiguió el kirchnerismo desde el 2003, fue reactivar la economía durante un tiempo. Pero como la reactivación es diferente al crecimiento, esa reactivación tuvo patas cortas dado que se basó en aumentar le gasto público y en emitir moneda. En rigor el modelo no duró tanto como se supone porque ya en el 2005, cuando Roberto Lavagna todavía era ministro, comenzó a convocar a algunos sectores para tratar de acordar algunos precios sobre ciertos productos. Es decir, a menos de dos años de lanzado el modelo, los problemas empezaban a surgir. En el 2006, la ministra que se olvidó la bolsa de dinero en el baño de su despacho, aceleró los controles de precios junto con Moreno y, en el 2007, directamente fueron por el INDEC para tratar de esconder el descalabro inflacionario que se avecinaba, sumando prohibiciones de exportación y cupos, entre otras medidas.
La política económica estuvo basada en poner en funcionamiento el stock de capital existente. Eso es reactivar la economía. Pero pocos fueron los sectores que impulsaron el crecimiento, que implica invertir, es decir, ampliar la capacidad de producción con más stock de capital y mejores sistemas de producción. El campo fue el ejemplo de inversión y no la pasó muy bien que digamos.
Ni qué hablar de los sectores de servicios públicos privatizados y ahora del sector industrial que empieza a ver cómo las balas comienzan a picar cada vez más cerca de ellos.
En economía un tiene que saber distinguir entre corto plazo y largo plazo. El corto plazo son los efectos inmediatos de una determinada medida económica. El largo plazo son los efectos más remotos de esa medida. En el corto plazo se puede crear una fiesta de consumo emitiendo moneda, subiendo el gasto público o drogando la economía con controles de precios y otras restricciones. En el largo plazo los efectos son inflación, caída del ingreso real con menos consumo, menor producción y oferta de bienes. Lo que se denomina escasez.
A los economistas nos resulta sencillo visualizar los efectos de largo plazo de medidas contrarias a la lógica económica. Pero lo que resulta complicado es establecer cuánto tiempo pueden durar los efectos de corto plazo de los delirios económicos, porque eso depende de muchas variables, como la tolerancia de la gente a la inflación o al incremento de la presión impositiva, cuánto puede confiscar de activos el Estado o condiciones internacionales favorables que permiten financiar la fiesta en el corto plazo. Es decir, uno sabe que la fiesta va a terminar mal, pero es muy complicado decir con precisión cuándo va a terminar la fiesta.
Cuando el viernes Cristina Fernández hacía entrega de esos subsidios quedaron en evidencia los efectos de largo plazo de las barbaridades económicas cometidas en todos estos años. El solo hecho de tener que repartir el subsidio es el reflejo del fracaso de su famoso modelo y que algunos economistas no nos equivocamos cuando decíamos que el modelo era inconsistente por cuestiones técnicas y por ausencia de seguridad jurídica.
Por eso, Cristina Fernández, en vez de decir que estaba ahí para reparar la injusticia y la inequidad, tendría que haber dicho que estaba ahí para hacerse responsable de la injusticia y la inequidad de tanto destrozo económico e institucional que produjeron ella y su esposo.
Y tal vez alguien debería haberle preguntado: señora presidenta, ¿qué están haciendo usted y su marido para que no tengamos que venir a recibir estas tarjetas y podamos tener un trabajo digno?
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