A cada cerdo, su San Martín
Nunca he tenido que avergonzarme de mis amigos. Los que lo son de verdad me han salido de maravillas. Pero no puedo decir lo mismo de otros sujetos que me profesaron amistad oportuna mientras les convino y, como el que menos y el que más, he visto cómo les mudaba la piel de camaleón durante el accidentado viaje que todos hacemos por esta vida.
Juraría que así nos ha pasado al común de los mortales. El caso es que un buen amigo no se destiñe como tela barata, ni te deja de llamar cuando se te muere alguien querido o cuando tú más lo necesitas. Ni te importuna ni abusa de tu condescendencia. Todo lo contrario de los conocidos de ocasión, que un día pueden ser corteses o hasta groseros con uno, que te saludan según les acomoda, que te ayudan exclusivamente cuando algo les urge o te largan una patada cuando les viene en ganas, porque en definitiva les da lo mismo ir a tu cumpleaños que a tu sepelio.
Sin embargo, los que peor cuentan son los canallas de vocación, que más que la antítesis constituyen la negación de la amistad. Egoístas, engreídos y exentos de la menor humanidad no se juegan el pellejo por nadie. Se aman sólo a sí mismos, y sólo conocen un tipo de compañerismo, el de quítate tú para ponerme yo. Y ¡ay si gozan de notoriedad pública!, porque como buenos trepadores, cuando acumulan un poco de poder cuesta Dios y ayuda bajarlos de su Olimpo.
De tanto haberme encontrado con fulanos así, ya no me sorprenden. Lo que me asombra es la cantidad de gente que de un tiempo a esta parte no reacciona y deja que esos sujetos florezcan con impunidad absoluta y abultado almanaque. Como sucedió con alguien a quien conocí, y de quien prefiero no dar santo y seña porque ahora que recién cayó en desgracia, y perdió el pedestal, no me parece ni decente ni pulcro ensuciarle públicamente más su estéril y malsana existencia. Tampoco es muy gentil de mi parte dar a quien no lo merece publicidad gratuita.
Tengo su imagen grabada, imborrable, porque siempre me pareció un tipo digno de estudio por su narcisismo de pantalla y su pedante megalomanía. Tan arrogante demostró ser que les cuento que se mofaba de una jefa que tuvo en su propia cara, y ninguneaba delante de sus subordinados a la pobre mujer que, para más triste espectáculo, nunca dejó de extremársele en adulonerías, jamás dudó un segundo en secundarle todos sus caprichos y payasadas, y encima de eso lo llamaba cariñosamente «pichi''. Lamentablemente es así, el miedo a encarar a estos personajes y a perder además el empleo, es abono para el abuso y la infamia.
Por lo general tales dioses de la croniquilla social se valen de las mismas trampas y debilidades ajenas para garantizarse el encumbramiento: el pavor que logran infundir en los timoratos; una sonrisa oportunista y facilona –cuando miran arriba–; un esplendor excluyente, sólo ellos brillan –cuando miran abajo–, y una truculenta habilidad para poner zancadillas a los colegas talentosos, quienes de acuerdo a su torvo entender nunca llegan a ser tan inteligentes como ellos pero a los que sin dilación sacrifican para que no les hagan sombra.
Nadie como el personaje que les he descrito para ilustrar ese mal de nuestra época en virtud del cual la fama, los mejores puestos de trabajo y el dinero van a parar con mayor frecuencia a manos de profesionales de inflado quilate, gente vanidosa, torcida y sin escrúpulos. Por eso pienso que aunque debió haberle sucedido antes, no está mal lo que le pasó al susodicho, y no siento ningún remordimiento en decirlo. Por suerte, más tarde o más temprano el agua coge su nivel. Y como dice el refrán, a cada cerdo le llega su San Martin.
- 23 de enero, 2009
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